La revista Time declaró en 2008 al zombie el monstruo oficial de la recesión. Es evidente que sigue mereciendo el título, pero ahora debería ser ex aequo con Drácula, cuyo enésimo avatar cinematográfico se ha estrenado en los cines hace unos días. Veo su publicidad por todas partes en la ciudad, junto a marquesinas y escaparates que muestran dead walkers, ante los que caminan, precisamente cual zombies, los viandantes ensimismados en sus pantallas de móvil.
Drácula simboliza bien la alienación que sufrimos a manos de un poder que seduce con el señuelo del bienestar. Es el perfecto monstruo polimórfico, que cambia hábilmente de personalidad, y sabe transformarse de repulsivo quiróptero a elegante aristócrata. Su maldad es, como la del sistema socioeconómico que sufrimos, invisible a nuestros ojos.
Drácula es además el necesario correlato de los zombies, y ambos representan la conversión del individuo y su trabajo en mera materia prima.
La noción de zombificación es de origen africano, como el terrible virus que ha llegado al Hombre con el vuelo de algún murciélago fatal, y que insidiosamente ha penetrado en las estancias de nuestro inconsciente colectivo. Aún hoy en día, el zombie es algo casi real en el continente negro, y simboliza allí el pánico, justificado por la historia colonial, frente a la reducción del ser humano a un estado semi-animal, semi-vivo, a una criatura productiva pero infrahumana, sin razón, identidad, ni conciencia. A una commodity, en suma. Nollywood, el Hollywood de Nigeria, lanza cada mes decenas de películas con esta temática, es decir, la zombificación por dinero.
Dráculas y zombies expresan conjuntamente la relación entre quienes mueven los hilos en el mundo, a través de los mecanismos de las finanzas, el control de las redes y los medios, y el hombre de a pie, que sufre la incertidumbre y el desgarro de un salario de subsistencia, si lo tiene, y una sobrevigilancia cada vez más opresora por parte del Estado y del Gran Hermano informático.
Zombies y dráculas son el trasunto mítico de los perroflautas, del Occupy Wall Street y de los nuevos descamisados, de Lehman Brothers, de Gowex, de las Cajas de Ahorros, de las troikas, de los banqueros corruptos, de la desigualdad social creciente, de los abusos, de las hipocresías, de la inigualable capacidad de mentir, seducir y explotar de los que nadan en el dinero en sus castillos de impunidad, de las incontables infamias de los poderosos de la Tierra. Y hasta de las famosas tarjetas “black”, si me apuras.
Curiosamente, además, Drácula prefigura también algo muy moderno y propio del sistema de mercado en su fase financiera, es decir, el poder de crear y manipular opiniones y estados de ánimo por parte de los medios de comunicación.
Esta última observación comprendo que pueda sorprender, y quizá merezca la pena aclarar su sentido. ¿Qué puede tener que ver el mito de Drácula con el poder de los medios?
Pues Drácula es una elaboración literaria que realiza Stoker, un empresario teatral irlandés de los tiempos victorianos (es decir, de los tiempos en los que el motor de la Revolución Industrial funcionaba con la sangre de los operarios británicos de todo género y edad como combustible), a partir de algunos mitos y leyendas del folklore serbio (que no rumano). Leyendas tan antiguas como el mundo, que hunden su origen en antiquísimas fabulaciones grecolatinas, como el pasaje de Homero en el que Ulises alimenta y revive a los muertos con la sangre de una cabra a la que sacrifica, o la que nos contaba Ovidio sobre aquellas aves destripaniños en sus cunas que huían de la alcoba gritando strix, strix, strix (lo que evoca el strega como bruja en italiano, el strigoi como vampiro en rumano o nuestro adjetivo estridente).
Pero la singularidad de la obra de Stoker es que combina todo este patrimonio folclórico europeo con elementos rigurosamente históricos.
Ese elemento histórico se centra el Conde Vlad el Empalador, un señor feudal de Valaquia (que no de Transilvania), quien fue en esencia un buen estratega y héroe militar en las interminables batallas defensivas contra el avance turco (pero no consta en ningún documento que gustase de beber sangre ni cosa parecida). Fue un personaje brutal, sin duda, y sabemos que acostumbraba a empalar a la población civil pro-turca, para impresionar a las huestes de la Sublime Puerta, pero esto era algo usual en en aquellos tiempos tan difíciles de mediados del siglo XV, cuando Constantinopla acababa de caer en manos de los otomanos.
Entonces ¿de dónde nace la leyenda negra de un Vlad chupasangre y diabólico? Pues de la propaganda. Este valeroso Conde Vlad tuvo la mala fortuna de caer en desgracia ante su señor natural, el Rey de los Húngaros, Mathias Corvino. Y para justificar su captura, el monarca húngaro promovió la redacción y publicación de un panfleto anónimo en el que se acusaba al conde valaco de toda clase de perversiones.
Aquel panfleto impreso en Buda en 1463, si no me equivoco, es por lo tanto el primer ejemplo de la Historia del poder de la imprenta al servicio de la creación artificial de verdades políticas útiles, conforme a fines más o menos inconfesables. Un incunable de la mentira mediática por tanto. La madre de todas las falsedades y manipulaciones impresas que hoy vemos en los medios de comunicación.
Por el momento me conformo con mencionar este curioso tema de aquel protolibelo que convirtió a un héroe nacional rumano y cristiano en el prototipo mismo del Mal. Lo que constituye una razón más para nominar a Drácula como monstruo del momento.
Pero, antes de terminar, permíteme contarte un pasaje en el panfleto de 1463 que me parece creible en esencia, y que tal vez merece la pena relatar.
Cuenta el autor del panfleto que una noche, Vlad invitó a cenar en su castillo a los centenares de nobles e hidalgos de su país que le debían homenaje feudal y obediencia. Cuando estaban todos sentados a la mesa, fue preguntando, uno por uno, a cuántos otros condes como él habían sobrevivido, hasta la fecha. Unos dijeron que a tres, otros que a dos, otros que a cinco…Nadie dijo que a ninguno.
Tras escuchar las respuestas, nos dice el panfleto, Vlad ordenó ejecutar inmediatamente a todos sus comensales, sin excepción.
La idea que estaba detrás era sencilla: sobrevivir al amo, en tiempos de guerra, es algo más factible si uno conoce y práctica las artes de la traición.
Un lince, ese Vlad. Debía tener también unas cuantas tarjetas black de esas.