Joludi Blog

Mayo 31
El Rito Propiciatorio.
Marta me pide ayuda para su examen del martes. Me pide que le resuma en tres palabras lo que ha sido la Historia del Arte Europeo. Le digo que no es del todo imposible hacerlo. Y le invito a una visita al Thyssen para hablar de...

El Rito Propiciatorio.

Marta me pide ayuda para su examen del martes. Me pide que le resuma en tres palabras lo que ha sido la Historia del Arte Europeo. Le digo que no es del todo imposible hacerlo. Y le invito a una visita al Thyssen para hablar de ello.

Mientras caminamos por las primeras salas, comenzando por los primitivos italianos y sus tablas de vírgenes y santos esquemáticamente pintadas, le digo a Marta que el Arte ha sido siempre, en esencia un hábil rito propiciatorio, es decir, algo así como un excelso postureo, si se me permite este útil anglicismo tan de moda, derivado del posturing inglés. El Arte no es sino un rito propiciatorio creador cuyo objeto va variando con el tiempo y las circunstancias. Unas veces se trata de propiciar a Dios o a la Iglesia. Otras a los ricos mecenas de las ciudades burguesas del bajo medievo. Otras a los reyes absolutistas y su nobleza. Otras a la idea nacional o nacionalista. Otras a la burguesía industrial y financiera del XIX. Otras a los coleccionistas de arte del XX…

Pero el elemento en común en esa evolución es siempre el objetivo de buscar el favor ajeno, de propiciar, a través de la representación artística de la realidad exterior o interior, la admiración y la fama. O la recompensa económica. O incluso el sexo, como señalan los antropólogos que intentan bucear en el origen evolutivo de la expresión artística en el contexto de nuestra Historia como especie.

También evoluciona la forma material del rito; su objeto y su sujeto. Hace ocho siglos se buscaba el favor con humildes tablas y témpera, y ni siquiera el autor se atrevía a firmar sus obras. Poco a poco, con Giotto, Duccio, Massaccio, Durero o Miguel Angel, va surgiendo la figura del artista estelar y su supremo protagonismo. Ya no se pinta un mundo sometido a Dios, sino que se pinta al hombre como centro de todas las cosas y finalmente es el artista mismo quien se va convirtiendo en el Dios creador.

Y cuando, tras el barroco y el neoclasicismo, la técnica de la representación de la realidad ya no puede evolucionar más, el artista consigue convertir en arte su pensamiento, su mera reflexión “artística”. Esto comienza ya con los paisajístas románticos de principios del XIX, es decir, Constable, Turner o Friedrich, quienes hacen arte no tanto con lo que muestran sus cuadros, sino con lo que hacen sentir.

Esto prosigue con los impresionistas. Y llega a su culminación, reductio ad absurdum del arte mismo, con el arte conceptual. Aquí, el arte ya no tiene nada que ver con el objeto en sí, sino con su autenticidad (es decir, su condición de creado por “autós”, por él mismo) y con la idea que está detrás de su creación o su conversión en obra de arte. El ejemplo supremo es el urinario de Duchamp, pero también podrían serlo los cuadros de Miró o de Rothko. La genialidad de estas obras no está en ellas mismas, sino en la genialidad de sus autores al atreverse a considerarlas como arte, a convertirlas en Arte. La obra artística no es ya el objeto, sino el sujeto y su pensamiento al que esos objetos nos derivan.

Al concluir nuestra visita, mientras nos entretenemos en la tienda del Museo, le cuento a Marta la fascinante historia de La Puerta de Duchamp, que epitomiza perfectamente cuanto acabo de contarle.

En la Bienal de Venecia del 79, se exponía una simple puerta que Duchamp había decidido convertir en obra de arte, como su famoso urinario. Era una ordinaria puerta de su casa de París. Una puerta normal y corriente, expuesta junto a una pared de la Bienal. El cartelito decía Porte, 11 Rue Larrey.

Pero ocurrió que, en vísperas de la inauguración de la Bienal por Spadolini, a unos operarios del museo no se les ocurrió otra cosa que barnizar la Puerta, como parte de las obras de acondicionamiento que realizaban de cara a la ceremonia de apertura. No cayeron en que esa puerta era una valiosísima obra de arte. Con ello, lógicamente, echaron a perder la pieza artística.

El propietario de Porte, 11 Rue Larrey, ardió en cólera. Y amenazó con una demanda judicial millonaria contra la Bienal. La Bienal contestó en el sentido de que se podría aportar a la exposición otra puerta de la casa de Duchamp. Pero no coló. La Puerta era arte porque Duchamp había sido el primero en concebir su condición artística. Ya no valía hacerlo de nuevo. Las puertas siguientes serían simples puertas. 

El coleccionista llevó a la Bienal a los tribunales. Y la Bienal habría perdido un juicio costosísimo, de no haber sido por el hábil abogado que contrataron. Este abogado explicó al tribunal que el verdadero valor de Porte 11, Rue Larrey solo podía ser de orden conceptual, pues, después de todo, una puerta es una puerta. Y si eso era así, es decir, si el valor era meramente conceptual, difícilmente lo podía haber dañado una simple capa de barniz…

Ganó el pleito la Bienal. Y quedó además sentenciada la noción de arte meramente conceptual, es decir, la propia negación del arte. Una negación tras la cual, parafraseando a Dostoievsky, cuando uno de sus personajes decía que que si Dios no existe todo está permitido, el arte puede ya ser cualquier cosa que haya sido artísticamente imaginada. O cualquier cosa que pueda ser artísticamente imaginable. 


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