Il naufragar m’è dolce in questo mare, nos dice Leopardi en uno de los más bellos poemas que se han escrito jamás. Pero ¿por qué es dulce ese naufragio en la infinitud del mar?. Tal vez la clave esté en el sentimiento religioso “oceánico” del que hablaba Rolland y sobre el que Freud reflexionó tanto. Nuestra individualidad es en cierto modo insoportable, insostenible. Nos produce un malestar metafísico y permanente. En cuanto ínfimas gotas de agua, nos aterra nuestra insignificancia y nuestra fragilidad. Entonces, como nos sugiere la famosa parábola budista, sentimos que la única forma de evitar que la gota de agua se evapore es precisamente dejar que se vierta en el mar. Somos niños a la intemperie, criaturas condenadas a una orfandad inevitable. Somos gotas de agua que creen ver en el océano el remedio frente a la aniquilación; pequeñas gotas ansiosas de fundirse en el infinito, y extinguirse en el todo para así perdurar.