Joludi Blog

Feb 25
Sunt Lachrimae Rerum
Ya sabemos, por el reportaje de la televisión francesa, que el monarca emérito lloró cuando supo que el General Armada estaba en el ajo. Es otro ejemplo más de la vulnerabilidad de los poderosos en relación con el llanto. Hace...

Sunt Lachrimae Rerum

Ya sabemos, por el reportaje de la televisión francesa, que el monarca emérito lloró cuando supo que el General Armada estaba en el ajo. Es otro ejemplo más de la vulnerabilidad de los poderosos en relación con el llanto. Hace poco también supimos que Obama es de lágrima fácil. Incluso lo vimos lloriqueando en la pantalla.
Esto debe verse como algo natural. Como nos recuerda Virgilio, para justificar el llanto de Eneas, sunt lachrimae rerum, etc… Es decir, hay más que suficientes cosas en el mundo capaces de hacernos llorar.
Todos los héroes y líderes de la historia, reales o mitoógicos, han llorado. Una tabla cananea del XIV a.c, encontrada en Ugarit, nos evoca el llanto más ancestral del que hay constancia, que es el llanto del dios semítico Baal por la muerte de su hermana y amante Anat. También en la mitología egipcia, y en parecida situación, llora Osiris. Por su parte, los dioses mesopotamios Marduk y Tamuz lloran a menudo. Y el héroe/rey mesopotámico Gilgamesh solloza sin cesar por la pérdida de su amigo Enkidu; llora durante siete días seguidos…
En la Biblia, vemos llorar a David por la muerte de Absalón. Abraham llora cuando Sara ha muerto. José llora cuando se encuentra con Benjamín. Jesús llora por la muerte de Lázaro. En el Libro de las Lamentaciones, el autor lamenta la destrucción de Jerusalén por Nabucodonosor II diciendo: “de mis ojos fluyen ríos de lágrimas, y seguirán fluyendo hasta que el Señor del Cielo mire abajo y vea esto”.
Y no digamos entre los griegos. Aquiles llora sin consuelo la muerte de Patroclo. Agamenon llora al abrazar a Ulises en el país de los Muertos. Y este último se pasa llorando (“como una mujer”, nos dice Homero) los diez años que dura su retorno al hogar. Llora Ulises avergonzado ante la asamblea de los feacios. Y también llora cuando llega a Itaca y su ama de cría lo reconoce (de hecho le reconoce precisamente porque al llorar, el héroe se delata; puede que mintamos con el llanto, pero siempre lloramos de la misma manera).
Los héroes de todas las mitologías y tradiciones lloran. Roldán, el héroe de la canción de gesta carolingia, llora frecuentemente. Al igual que lo hace Carlomagno, precisamente ante el cadaver de Roldán. Llora desconsoladamente Amadis de Gaula, tal como nos refiere Don Quijote, en uno de los capítulos ambientados en Sierra Morena. Lloran los personajes de la épica japonesa, como el guerrero Korimori, el de los Cuentos de Heiki. También llora el monje budista Soney o el héroe nipón Ho-o. Incluso lloran nuestros mitos cinematográficos como Marlon Brando en Un Tranvía Llamado Deseo, James Dean en Rebelde Sin Causa o Russell Crowe en Gladiator. Hasta los personajes más macho de las pantallas lloran, si se presenta la ocasión, como lo hace Rocky o Rambo (en cambio, no me consta que hayan llorado John Wayne o Clint Eastwood, alexitímicos sin remedio).
Quien no llora, por lo visto, es Trump. Se lo dijo a David Brody en un programa de la Christian Broadcasting Network. Vino a decir que él no es uno de esos tipos que andan todo el día gimoteando por allá. No, señor. Ese no soy yo. “Yo hago las cosas”, añadió, “y no soy un gran llorón”.
Esto encapsula el tipo de persona que va camino de ser el nuevo amo del mundo. Alguien que hace cosas y que no es un gran llorón. Alguién que, según él mismo promete, hará grande a América de nuevo. Pero lo curioso es que los que hicieron a América grande antes de que el naciera, lloraron en abundancia. Y quizá la hicieron grande porque fueron capaces de llorar, precisamente.
El General Grant lloró en público después de la batalla de Shiloh. El General Lee también lloró. Lo mismo que Abraham Lincoln. Lo mismo que Theodore Roosevelt. Hemos visto llorar a Carter. Hemos visto llorar a Reagan. Hemos visto llorar a Bush padre. A  Clinton. A Obama. Y también hemos visto llorar al rudo Schwarzkopf, el de la Tormenta del Desierto. Incluso sabemos que el padre de los Estados Unidos, Thomas Jefferson también lloró, aunque según consta, sus lágrimas brotaron por un asunto relacionado no con campos de batalla cubiertos de cadáveres, sino con los líos amorosos con una bella amante francesa. En fin, diga lo que diga Trump, sunt lachrimae rerum.


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