Joludi Blog

Abr 4
Sefarad.
Un amigo lector me envía un comentario en relación con mi referencia al primer gueto judío de la historia, el de Venecia, que se estableció hace justo medio milenio. Mi amigo me dice que al menos, las autoridades de la Serenissima no...

Sefarad.

Un amigo lector me envía un comentario en relación con mi referencia al primer gueto judío de la historia, el de Venecia, que se estableció hace justo medio milenio. Mi amigo me dice que al menos, las autoridades de la Serenissima no deportaban (verbo tristemente de actualidad en nuestros días) sin piedad a los judíos, como habían hecho los reyes de Castilla y Aragón veinticuatro años antes…

Es verdad. Los venecianos no los deportaban. Ni les forzaban a convertirse. Pero también sería justo decir que en Castilla, durante la Edad Media, los judíos gozaron de mucho mejor tratamiento que en el resto de Europa. Incluida Venecia.

Los judíos de Al Andalus, que habían sido perfectamente tolerados por las leyes musulmanas, emigraron en el siglo XII hacia territorios de la Reconquista, huyendo de la ola fundamentalista almohade. Y fueron por ello razonablemente bien acogidos entre los cristianos. Recordemos el Toledo de los tiempos de Alfonso X, quien se esforzaba por hacer compatible una tolerancia con respecto a la cultura judía, con la necesaria obediencia a las ordenes discriminatorias derivadas de Inocencio III y el IV Concilio de Letrán.

A lo largo del siglo XII y XIII, los judíos de Sefarad vivieron una Edad de Oro. Su situación jurídica era claramente mejor que en cualquier otro país europeo. Podían tener propiedades y negocios agropecuarios, no solo comerciales. Constituían la fuente de financiación y recaudación más importante para los monarcas. Y, lo más importante, ocuparon los puestos claves en la administración del Estado medieval. Se constituyeron como verdadera casta privilegiada, por citar un concepto acuñado por Americo Castro. Y hay que decir esto sin perjuicio de reconocer una indudable discriminación y estigmatización antisemita, pues conviene recordar, por ejemplo, que Raimundo de Peñafort, que en nuestros días simboliza la excelencia en justicia y derecho, consiguió en 1242 que se forzase a los judíos a aceptar que los predicadores cristianos entrasen cuando deseasen en las sinagogas para impartir sermones y promover la conversión.

Pero lo importante es comprender que por haber llegado los judíos a Castilla huyendo del fanatismo almohade, se produjo un hecho diferencial de los judíos hispanos con respecto a los europeos. Un hecho diferencial que hacía de los judíos hispanos una casta favorecida, mas bien que una minoría oprimida. Nada que ver con su status al otro lado de los Pirineos.

Pero precisamente esa preeminencia sociopolítica y financiera que los judíos adquirieron en la Castilla medieval, ocasionó un día la brutal reacción contra ellos de las masas empobrecidas. Una reacción que no se dio en igual medida (aunque también se dio) en centroeuropa. Las pestes y las guerras del negro siglo XIV, ocasionaron terribles hambrunas (y una obsesión por la pureza, que también dañó a los judíos). Se produjeron sangrientas revueltas sociales en todo el continente, desde los ciompi o cardadores de lana de Florencia a los campesinos de Londres liderados por Tyler, pasando por las revueltas de paisanos en Flandes, el alzamiento húngaro contra Elizabeth de Bosnia o las revueltas de San Jorge en Estonia. Y esas revueltas, en España, encontraron muy frecuentemente, un perfecto chivo expiatorio en los opulentos y hasta cierto punto bien tratados judíos. Por una ironía de la Historia, la tolerancia hispana hacia el pueblo elegido fue la clave de su perdición en estas tierras.

Así fue como estallaron en España, los terribles eventos antisemitas de 1391. La chispa se encendió en Sevilla, con la “cruzada” emprendida por el vicario arzobispal Ferrán Martínez, que llevaba años predicando sin piedad contra los hijos de Abraham. Con la muerte del rey Juan I, estalló la barbarie. Las turbas asaltaron las juderías y sinagogas por todas partes, desde Ecija a Barcelona o Gerona, pasando por Valencia o Mallorca. Las autoridades no pudieron detener las masacres.

La situación de los judíos españoles necesitó una o dos décadas para estabilizarse. Pero entonces, cuando empezaban a recuperarse, allá por 1415, surgió para ellos un nuevo y terrible problema: la obsesión por la conversión. Es difícil explicar por qué, de pronto, la sociedad y las autoridades comenzaron a obsesionarse por convertir a los infieles, principalmente a los judíos. Quizá tuviese algo que ver la creciente y temible pujanza del Imperio Otomano en el Mediterráneo, y la inminente caída de Constantinopla (se pensaba además que los judíos podían ser cómplices secretos de los turcos). O el temor a los últimos cátaros. O tal vez influyó la existencia de una gran población de moriscos en la península “reconquistada”. Quizá todo ello. Pero yo pienso que una de las claves hay que buscarla en los dominicos y en su creciente poder sociopolítico. Estos frailes, que llegaron a ser todopoderosos, hicieron de la conversión su razón de ser y consiguieron movilizar a toda la sociedad para conseguirlo, liderados por San Vicente Ferrer, cuya onomástica celebra la Iglesia precisamente mañana, y de quien se dice que él solito consiguió más de 20.000 conversiones de judíos entre 1412 y 1420. Esto tiene su mérito, porque conviene recordar que el converso, además de renunciar a su fé, debía pagar los costes económicos de la conversión, tal vez por eso, entre otras razones, la mayoria de los sefardíes prefirieron seguir en sus trece, es decir, mantenerse en la afirmación de los trece articulos de fé judaica de la mudaa de Maimonides…). Las víctimas principales de esa locura “convertidora” fueron los judíos y los mudéjares, por supuesto. Y hubo muchos fanáticos como Vicente Ferrer.

El obsesivo impulso hispano hacia la conversión (algunos ven ahí ecos de la tensión ancestral entre visigodos arrianos y niceanos), llegó para quedarse. Y todo el siglo XV fue un período de empeoramiento continuado de las condiciones de vida de los judíos en España. El desgraciado año 1492, cuando se obliga a los judíos a elegir entre conversión o expulsión, es tan solo la culminación de ese proceso.

Muchos de los judíos españoles expulsados en 1492 encontraron refugio en las grandes ciudades del Imperio otomano (dando en cierto modo razón a quienes dudaban de su lealtad a la cristiandad). Pero, a su vez, una buena parte de esos judíos que llegaron a Constantinopla, Sarajevo, Alejandría, Rodas o Salónica, se asentaron después en Venecia, lo que explica ciertamente el extraño eco del alma profunda hispana que encontramos en la Serenissima, empezando por la palabra “calle”, que sin duda importaron allá los sefarditas.

Pero esos sefarditas no encontraron en Venecia sino una prisión. No fueron obligados a convertirse, ciertamente. Pero ni de lejos hallaron la tolerancia y la acogida que sus antepasados habían disfrutado durante siglos en la las tierras reconquistadas de la España medieval. Una tolerancia y acogida que fue, paradójicamente, la clave de su expulsión. La Historia es a veces una gran bromista. Variedad humor negro.


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