Joludi Blog

Oct 14
La Princesa Irenina y su yoyó. Cuento infantil.
(dedicado a los muchos impacientes y nostálgicos que andan por ahí)
“Ni por aquí ni por allá. En un lugar ni grande ni pequeño, vivía el Rey Goyo y la Reina Carmireina.
Y fue allí justamente dónde nació...

La Princesa Irenina y su yoyó. Cuento infantil.

(dedicado a los muchos impacientes y nostálgicos que andan por ahí)

“Ni por aquí ni por allá. En un lugar ni grande ni pequeño, vivía el Rey Goyo y la Reina Carmireina.
Y fue allí justamente dónde nació la Princesa Irenina.
Para celebrar el nacimiento de Irenina, el Rey mandó construir un enorme castillo de arena al borde del mar. Y cuando el castillo estuvo terminado, toda la familia real, incluida la pequeña princesita, se trasladó a vivir allí, para disfrutar de la brisa marina en primera línea de playa, que para algo eran reyes.
En aquel sorprendente lugar fue creciendo la princesa Irenina, cuya fama pronto cruzó todas las fronteras, pues aunque por entonces no había períodicos ni internet, corría de boca en boca, como el galgo tras el conejo, la noticia de la bella y dulce princesa que habitaba el gran castillo de arena a las orillas de un lejano mar.
Muy pronto la pequeña Irenina comenzó a recibir regalos de sus admiradores secretos en los cuatro confines del mundo.
¡Y que regalos! ¿Queréis que os mencione algunos?
Pues tomad buena nota.
Un mandarín de la China, le envió a Irenina un telescopio mágico que no sólo le permitía mirar una estrella, sino trasladarse a ella.
El gobernador de Yucatán le mandó una guitarra, que con sólo cogerla en los brazos se ponía a tocar, sola, todas las melodías infantiles que uno había ido olvidando con el tiempo.
Un rico comerciante de Alaska envío a Irenina su mejor perro husky, que arrastraba tras sí un trineo de plata capaz de hacer surgir la fría y blanca nieve allí por donde pasaba, aunque el día fuese caluroso y no se viese una nube en mil leguas a la redonda.
Y por supuesto, también llegaban al Castillo regalos de menor importancia que no vamos a mencionar porque necesitaríamos que este cuento fuese tan grande como el mismo Castillo del que hablamos. No hablaremos del acuario de peces de cristal que cambiaban de colores según los pensamientos de quien los contemplaba. Ni del cuenco de porcelana lleno de melaza que no se vacíaba nunca. Ni del espejo repujado de bronce y amatistas, en el que quien se miraba aparecía siempre con cara de felicidad, aunque estuviese retorciéndose de desesperación. Ni de las alhajas vivas, que saltaban y bailaban en el momento menos pensado, para hacer más hermoso su brillo y su belleza. Ni de muchas, muchas cosas más, a cual más extraordinaria, que cada día recibía la afortunada Princesa Irenina.
Pero un día, al atardecer, una enorme ola rompió contra las murallas del Castillo y derrumbó el cuarto dónde se almacenaban las pulseras animadas de záfiros y rubíes, los collares danzarines de perlas del mar de Japón y los broches palpitantes de blanco marfil y negro azabache.
Todas estas preciadas joyas rodaron por la playa y, como estaban vivas, saltaban y saltaban entre las olas. Y era como si el mismísimo firmamento se hubiese caído sobre el océano. Qué espectáculo tan sobrecogedor y terrible.
Luego llegaron seis olas pequeñas y después una aún mayor que la que se había llevado las joyas de la Princesa. Esa nueva ola gigantesca derribó en un plis plas los frágiles muros de arena del castillo y arrastró en su impulso brutal cuánto de valor había en sus estancias, llevándoselo todo sin remedio hasta el punto más profundo del mar, allí donde los peces son ciegos y las aguas oscuras y heladas.
La ola implacable no dejó nada tras su paso, solo a la familia real, despojada de todas sus riquezas. También se quedarón allí, plantados, los esbeltos soldados sin sus preciadas armas y los numerosos servidores sin sus elegantes libreas. Todos ellos estaban sumidos en la más profunda tristeza mientras contemplaban, sin saber qué hacer, los efectos del gran desastre.
Curiosamente, el único objeto que dejó la marea fue el más insignificante de los regalos enviados por los admiradores de la Princesa Irenina. Era un simple yoyó de madera, que ahora yacía justo encima del montón de arena que antes había sido el majestuoso castillo.
El yoyó era un humilde regalo remitido por un viejo sabio de las montañas de Armenia. Cuando el obsequio fue recibido, todos buscaron sus propiedades mágicas, sin encontrar nada. El yoyó no servía para hacer germinar el trigo en invierno, ni para que las vacas dieran café con leche, ni para que los carros se moviesen sin bueyes por todos los caminos del reino…
El yoyó era sólo un yoyó. Y como solo servía para lo que sirvé un yoyó, esto es, subir y bajar, fue arrinconado en el último desván de aquel castillo donde todo tenía, por fuerza, que ser mágico y maravilloso.
Pero durante mucho tiempo, por las noches, la Princesa Irenina subía en secreto hasta el polvoriento desván y sigilosamente se hacía con el viejo yoyó de madera. Jugaba un poco con él, lo lanzaba una y otra vez, y mientras lo hacía, creía oir, en el silencio de aquel escondido cuartucho lleno de armaduras rotas y telarañas, la voz del viejo sabio de las montañas de Armenia, que parecía susurrarle al oido: "Todo viene y todo va. Solo es feliz el que sabe esperar.”
Lo cierto es que el yoyó se había ido convirtiendo, sin que nadie lo supiese, en el preferido de los juguetes de la princesa Irenina. Ella no se lo dijo a nadie, porque como era tan educada, no quería hacer un feo a los importantes personajes que le habían ido regalando cosas tan imponentes como las que inundaban el Castillo. Pero la verdad es que para ella, no había nada como el viejo yoyó de madera, con el que jugaba y jugaba mientras su imaginación daba vueltas y vueltas como el disco de madera.
Por eso, cuando la ola se marchó después de destruir el Castillo, la Princesa Irenina era la única que no lloraba.
Mientras todo era desolación sobre la playa, ella sonreía con su viejo yoyó en la mano, haciéndolo subir y bajar.
Allí mismo, el Rey y sus Ministros clamaban desesperados y discutían sobre las medidas a tomar:
—Subiremos los impuestos en todo el Reino y con lo que recaudemos construiremos un Castillo aún mejor—exclamó el Ministro de Finanzas del Rey.
—Declararemos la guerra a todos los países vecinos.—indicó el General en jefe, que sin uniforme parecía mucho menos imponente que en los desfiles—El botín nos servirá de consuelo por tantas pérdidas.
—Enviaremos mensajeros reales a todos los que nos enviaron regalos,—propuso el gran Chambelán, que era un hábil político y administrador—y les exigiremos que nos vuelvan a obsequiar lo mismo, hasta recuperar todo nuestro tesoro.
Y en tanto todos discutían sobre la forma más eficaz para recobrar lo perdido, a costa de lo que fuese, la Princesa Irenina permanecía sentada en un roquedal de la playa, jugando con su viejo yoyó, como si nada hubiese ocurrido. El ruido del mar la envolvía, pero, mezclado con el run run de las olas, la princesa creía seguir oyendo las palabras del sabio de las montañas de Armenia: “Todo viene y todo va, solo es feliz quien sabe esperar.”
Y entonces ocurrió algo asombroso. Cuando el Rey y su corte ya casi se habían decidido a subir los impuestos y a declarar la guerra y a adoptar toda clase de medidas para rehacer el Castillo y sus tesoros, se empezó a vislumbrar una ola gigantesca que se abalanzaba sobre la playa.
El terror hizo presa de todos, excepto de la Princesa, que seguía con su yoyó, como si tal cosa.
La ola gigantesca llegó en seguida a la orilla, lo inundó todo y cuando se retiró, había sobre la playa un nuevo castillo, aún más soberbio y hermoso que el anterior.
Luego llegaron seis olas pequeñas, al mismo ritmo con que la Princesa lanzaba su viejo yoyó.
Y con la séptima ola, que era verdaderamente descomunal, llegarón otra vez todos los tesoros del Castillo que el mar había arrebatado. Sin que faltase ninguno.
El Rey y su corte estaban maravillados y todos atribuyeron el milagro a los poderes mágicos del yoyó de Irenina.
En prueba de agradecimiento y buena voluntad, el Rey firmó en seguida un Decreto aboliendo para siempre los impuestos y las guerras, y ordenando que se desarmasen los arcos y las ballestas para hacer con sus cordeles un gran número de yoyós que se repartieron gratuitamente a todos los súbditos del reino. Incluso el rey, que se llamaba Goyo, cambió inmediatamente su nombre por el de Goyoyo, con el que ha pasado a la historia.
Con los yoyos fabricados en el Reino, a partir de entonces, surgió una industria muy potente que suministró yoyos baratos a todos los niños del mundo. Nadie se enteró de esto, porque los vendedores de los bazares, para despistar, ponían en esos yoyos “Made in China” y cosas así, en lugar de lo que debería decir, que es justamente Made en el Reino del Castillo de Arena y la Princesa Irenina”.
Pero ya se sabe que uno no se puede fiar mucho de lo que se lee en las etiquetas de los productos.“


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