Joludi Blog

Ene 22
Mar Serenísima.
Pedaleo al amanecer por el maravilloso “lungomare” de Los Alcazares (digo “lungomare” porque es una palabra italiana muy hermosa que me gusta usar para referirme a eso que tan prosáicamente llamamos “paseo marítimo”).
Yo me siento...

Mar Serenísima.

Pedaleo al amanecer por el maravilloso “lungomare” de Los Alcazares (digo “lungomare” porque es una palabra italiana muy hermosa que me gusta usar para referirme a eso que tan prosáicamente llamamos “paseo marítimo”).
Yo me siento lungomirante, y junto al mar y al alba, me convierto un poco en lungimirante, valga el feliz juego de palabras que el italiano permite. Bordear el mar le hace a uno pensar en cosas importantes, tener mirada larga y no obcecarse en las menudencias del día.
Voy, digo, en mi bici, por el solitario lungomare de la Ribera, a eso de las 7 y media de la mañana, y me quedo pensando en esa proverbial serenidad del agua en esta fascinante albufera. Es realmente el agua como un cristal a estas horas, cuando todavía no sopla el terral que dentro de un rato me empujará sobre esta laguna hasta la Perdiguera.
Serenidad del mar. Me hace pensar en mi padre, que solía usar la expresión “¡la mar serena!” como alternativa a otra interjección más agresiva y acaso con cierta similitud sonora.
Serena. Serenísima el agua de Los Alcázares al alba. Y entonces me viene a la cabeza el epíteto tradicional de los monarcas. O de la República de Venecia. Su serenísima Majestad la Reina de Inglaterra. Con “Católica, Sacra y Real Majestad” encabeza Quevedo su famoso Memorial para Felipe IV. “La Serenissima” era, por antonomasia, la Repubblica de Venezia.
Pero ¿qué tiene que ver la majestad con la serenidad? Me imagino que alguien puede preguntarse esto, mientras coloco la bici en la farola para hacer una foto.
Yo le contestaría que la serenidad es la forma más perfeccionada de la majestad. Tal vez la calma olímpica es la prueba ácida de lo que es cuasi divino, de lo majestuoso…
Pero en realidad la verdadera razón es algo diferente. Sereno, en su significado original, indicaba luminosidad, como delata el hecho de que la raíz remota del vocablo nos evoque la raíz sánscrita svar, con el sentido de luminoso, resplandeciente o incluso santo. Por eso, el adjetivo sereno lo encontramos a menudo en la poesía y en la mística: “O caelum sine nube! lux serena!”, escribe Virgilio. Y Fray Luis en el Libro de Job repite la expresión virgiliana: “Oro llama la luz serena y el sol que resplandece en el cielo puro…
Pero ocurre que el adjetivo serena, ya desde tiempo de aquellos poetas latinos y a lo largo de los siglos, ha sido el preferido para referirse a las noches luminosas por el efecto de la luna y las estrellas (quod serena nocte subito candens et plena luna defecisset, nos dice Cicerón para referirse al sobresalto supersticioso del ejército romano cuando en en medio de una noche luminosa ven los soldados cómo acaece un eclipse de luna…) .
Lógicamente, siendo luminosas las “noches serenas” es usual que también sean tranquilas, sin temporal, sin viento y sin nubes. De aquí que “serena nocte” acabe significando, por definición, “en una noche en calma”. Y esto a su vez habilita al adjetivo sereno como vocablo perfecto para referirse a la ataraxia, a lo que es gratamente calmado, a lo benéficamente tranquilo.
Por ello, tiene lógica que los antiguos y los no tan antiguos gustasen de usar el epíteto “serenísimo” para referirse a un monarca o a una poderosa república marinera. Por un lado, con tal adjetivo indicaban la idea de esplendor y resplandor. Por otro, indicaban también la calma beatífica que se supone debería acompañar al ejercicio del poder supremo.
“¿Son nuestros actuales prebostes “serenos”, en el sentido profundo de la hermosa palabra?” Me hago esta pregunta mientras guardo el móvil y me subo de nuevo a la bici, con ánimo de encaminarme hacia los limonares de Los Narejos. Empiezo a pedalear sin mucha gana de responder a esa pregunta que yo mismo me he planteado.


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