Joludi Blog

Jul 5
El Fastidio.
Cuando viajo a Barcelona en el AVE, esa máquina de desperdiciar paisaje, lo paso mal.
Lo paso mal porque siento un infinito fastidio escuchando las conversaciones telefónicas, en voz altísima casi siempre, de mis compañeros de viaje.
A...

El Fastidio.

Cuando viajo a Barcelona en el AVE, esa máquina de desperdiciar paisaje, lo paso mal. 

Lo paso mal porque siento un infinito fastidio escuchando las conversaciones telefónicas, en voz altísima casi siempre, de mis compañeros de viaje.  

A veces, incluso me animo a llamarle la atención al parlanchín y pedirle cortesmente que por favor no me siga haciendo partícipe de sus asuntos personales…que yo también he sufrido mucho en la vida y que me hago plenamente cargo de su difícil situación…

¿Por qué me fastidian tanto estas conversaciones del AVE? No acabo de encontrar la razón. En general, a los seres humanos no nos molesta escuchar las cuitas ajenas. Hay algo en nuestra naturaleza de simios que nos impulsa a la curiosidad respecto a las vidas del prójimo. Ahí están los programas de cotilleos de la telebasura y toda la prensa rosa para demostrarlo.

Creo más bien que lo que me molesta en estos casos es la unidireccionalidad de lo que se escucha. Solo oimos una parte de la conversación, y eso nos va exigiendo un esfuerzo mental automático (y frustrante) para encajar lo que se dice en un marco mas o menos lógico. 

Nuestra completa atención se ve entonces irremisiblemente secuestrada por esas conversaciones truncadas, tal como lo hace el tenaz moscardón que sobrevuela en torno a nosotros en estos días de verano. Y ese secuestro de la atención es el que origina el profundo fastidio. No puedes hacer otra cosa sino intentar dar cierto sentido a lo que el vecino dice respecto a un pedido de uralita que al parecer alguien ha cancelado…

Puede ser. En cualquier caso, resulta desquiciante ese triste panorama de gentes hablando y hablando en banal e incomprensible monólogo. Y es algo que, desde luego, no ocurría en los trenes de antaño. 

En el pasado, las gentes aprovechaban el viaje en tren para conversar. Incluso para contarse su vida, conforme a un extraño fenómeno que inducía a los viajeros a compartir sus problemas existenciales con sus compañeros de viaje. 

Este fenómeno incluso ha dejado huellas en la literatura, sobre todo en la literatura rusa, tal vez porque la inmensa Rusia es un país de interminables viajes ferroviarios. Es algo que tiene incluso un nombre específico; se trata del llamado “bстречать поезд” vstrechat poezd, literalmente “conocerse o encontrarse en el tren”. El genial Sholom Aleichem nos evoca a menudo fascinantes conversaciones en yiddish en los плацкарт (platzkart,préstamo del alemán al ruso, literalmente reserva de asiento) o vagones de tercera clase de los trenes de Rusia. Pero también encontramos ese recurso de los extraños en el tren en El Idiota o en la Sonata a Kreutzer. Y en la literatura universal tendríamos que mencionar a Dickens, Zola, Greene o por supuesto Patricia Highsmith y Chandler, que inspiraron a Hitchock. Y quien puede olvidar a Ionesco, que en La Cantante Calva nos cuenta el encuentro casual en un vagón de segunda clase de dos desconocidos que, a medida que avanzan en la conversación acaban descubriendo, para su gran sorpresa y perturbación, que son marido y mujer y que de hecho viven en la misma casa…(¿por qué esta escena que vi en La Huchette cuando apenas yo era un niño se habrá quedado tan grabada en mi cabeza…?)

Deberían prohibir las conversaciones telefónicas en el AVE. O, alternativamente, exigir que se realizasen con altavoz. Tal vez así disminuiría el fastidio y sería sustituido por la satisfacción de la curiosidad innata en los homínidos. Podríamos incluso intervenir y opinar.

O bien podríamos retomar el maravilloso hábito de contarnos la vida entre nosotros, sin mediación tecnológica alguna, mientras nuestro tren se desliza fatal hacia su destino inexorable. 

Tan fatal e inexorable como el de los personajes de Aleichem, Dostoievski, Tolstoi o Ionesco…


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