
Ética y Estética.
Me dice un amigo que no debería pasar este año sin que se convirtiese el Valle de los Caídos en un museo-recordatorio de la barbarie, al estilo Auschwitz.
No estoy seguro de que esa sea la solución deseable.
Auschwitz está en un páramo remoto, al que solo llegas después de un interminable viaje de dos horas desde Cracovia. Y está envuelto casi siempre en la niebla. Acaso tiene sentido que se haya conservado todo aquello como tristísimo parque temático del horror.
Pero el Valle de los Caídos es diferente.
No solo es el mausoleo que un dictador tristemente longevo, que gustaba de entrar en los templos bajo palio, como las hostias consagradas o los príncipes de la Iglesia, ordenó construir para sí mismo, no muy lejos del pudridero de San Lorenzo, por no ser menos que los autócratas coronados que le precedieron.
Ciertamente, desde la Cuarta Dinastía, a ningún otro tirano del mundo se le había ocurrido ordenar un disparate funerario tan colosal como el Valle de los Caídos, que es un monumento faraónico en un sentido muy propio, pues la cruz (y no es casualidad) tiene virtualmente la misma altura que la pirámide de Keops, y la edificación fue también hecha, como aquella pirámide, por decenas de miles de brazos esclavos (de los que se aprovecharon por cierto las constructoras que luego progresaron en el establishment económico franquista, como Agromán y Huarte, que por cierto jamás han recibido reclamación alguna para responder por su aprovechamiento).
Además de todo esto, que ya es triste y a estas alturas casi insoportable, lo que pasa es que el pegote mortuorio en el corazón de la Sierra es feo.
Feo como la más fea arquitectura fascista. Feo como un sindicato vertical. Feo como las mujeres de la sección femenina aprendiendo costura. Feo como aquellos coros y danzas haciendo volutas en el Bernabeu. Feo como los festejos veraniegos que el Caudillo organizaba en La Granja con cantantes y bailarines. Feo como la censura. Feo como el hambre. Feo como los paredones.
Y lo peor es que se levanta en el lugar más prominente del Guadarrama. Visible desde todas partes.
Me daña a mí en los ojos ese engendro siniestro cuando, como anteayer mismo, subo a Cabeza Mediana y miro al Oeste, hacia La Mujer Muerta.
Me daña en la sensibilidad cuando me dirijo hacia el paraíso de La Jarosa.
O cuando asciendo a la Fuenfría.
O cuando desde Galapagar evoco la mirada con la que Velázquez pintó los perfiles de la Maliciosa.
O cuando, como haré dentro de unos minutos, pedaleo despacito hacia el Alto del León, la cumbre que anticipó a Napoleón los sufrimentos de la Grande Armée en Rusia y a la que Serrano Suñer ordenó en 1939 que se conociese como Alto de los Leones, acuñando jerga imperial en honor de no se qué escaramuza bélica que por lo visto los falangistas protagonizaron en esas cumbres, en tiempos del fracasado asedio faccioso de Madrid.
Es de esperar que el 2019, octogésimo aniversario del éxito del golpe de estado, se haga por fin algo al respecto del fúnebre y funesto Valle de los Caídos y su inquilino de triste memoria.
Por ética y por estética.
Y no solo será hacer justicia con la Historia.
También será, de paso, hacer justicia con el paisaje.