En estos días de invierno, me gusta mantener encendida la chimenea en casa. Me es grato ver la llama y sentir el calor de la leña. No no me molesta interrumpir de vez en cuando mi lectura para ocuparme de añadir algún tronco de fresno viejo y avivar algo el fuego.
¿Por qué lo hago? ¿Por qué yo encuentro placer en mantener y controlar el fuego de la chimena?
Pues según Freud, la cosa tiene su miga.
Por extraño que parezca, Freud sostenía como hipótesis digna de estudio que hubo un tiempo en el que los hombres (los varones) no podíamos reprimir el impulso de apagar el fuego mediante la micción sobre la llama. Solo cuando aprendimos a reprimir ese impulso urinario infantil, vinculado a la competición fálica, a los deleites de la uretra y al placer homoerótico (siempre según el doctor vienés), fue cuando dimos comienzo a la civilización. Desde entonces, a los hombres nos gusta controlar el fuego (y esa podría ser también la explicación del bien conocido fenómeno según el cual la preparación de las barbacoas son casi siempre cosa de varones).
Puedes comprobar por tí mismo esta abracadabrante interpretación freudiana consultando su obra la Civilización y sus Malestares, capítulo tercero, en la nota del autor a pie de página. Yo tengo la edición inglesa, traducida por James Strachey, con el titulo de Civilization and its Discontents (mucha mejor traducción que ese disparate de El Malestar de la Cultura).
Es la nota que termina diciendo: “…it is remarkable, too, how regularly analytic experience testifies to the connection between ambition, fire and urethral erotism”)
El admirable por tantas cosas Vladimir Nabokov se excedía sin duda cuando llamaba a Freud falso pensador, filisteo, impostor, creador de un método grotesco, embaucador del público crédulo, farsante, productor de pura charlatanería, fantoche, curandero que se obstina en aplicar mitologías apolilladas a las partes privadas, maniático austriaco con paraguas raído que glosa monótonos sueños de clase media, sacerdote de una religión que conduce a consecuencias éticas peligrosas (como cuando un asesino repugnante con cerebro de lombriz se le da una pena más leve porque su madre lo zurraba demasiado, o demasiado poco)…Y otras muchas lindezas (en Opiniones Contundentes encontrarás una selección).
Toda esa inquina nabokoviana es sin duda excesiva. E incluso hace que el genial autor de Lolita se nos presente como un tanto sospechoso de requerir algún tipo de terapia…psicoanalítica.
Pero, yo miro al fuego que arde alegre esta mañana de Enero en la chimenea y, ay, pienso que en ocasiones, el creador del psicoanálisis me parece un completo majadero.