Me protesta Mercedes diciéndome que ya casi nunca escribo aquellos cuentecitos que hace años publicaba por aquí.
Me pide que vuelva a las andadas. Que ya está cansada de tanto post árido y sesudo.
Así que solo por complacerla, se me ocurre contarle una breve y tierna fábulita:
Erase una isla-le digo-en la que habitaban todos los sentimientos.
Un día, llegó a la isla una voz de alarma.
Por el calentamiento global, el nivel del mar subiría muy pronto y toda la isla quedaría sumergida bajo el agua.
Asustado, uno de los sentimientos de la isla, el Amor, se apresuró para avisar a todos los otros sentimientos para protegerles.
Gritaba el Amor por todas partes anunciando que la isla estaba a punto de ser inundada.
Todos corrieron a las pequeñas barcas para ponerse a salvo. Es usual hacerle mucho caso al Amor.
Pero el Amor se demoró en embarcar. Quería aprovechar hasta el último minuto en su isla de los sentimientos, que él tanto quería.
Y el agua subió y subió, pero el Amor, siempre tan obstinado, no abandonaba la isla.
Cuando el Amor ya tenía el agua por las rodillas pidió ayuda a los otros sentimientos. Comenzó por la Riqueza.
“Riqueza, ¿me dejas sitio en tu barca?”
Pero la riqueza le dijo que no era posible, pues la su barca estaba cargada de oro y de plata.
El Amor pidió entonces ayuda a la Vanidad. Y la Vanidad respondió: “no, ni hablar, yo tampoco puedo, porque si subes, llenarás de polvo y arena mi preciosa barca”
Un poco más allá estaba la Tristeza. Pero también rechazó la petición de ayuda del Amor: “No, no puedo hacerte un sitio aquí; estoy tan triste que prefiero estar sola en estos momentos”
Y en fin, junto a la Tristeza, estaba la Alegria, pues ambas solían ser compañeras inseparables, poniéndose cada una en el lugar de la otra a cada rato y por riguroso turno.
“Alegría ¿puedo irme contigo?” Suplicó angustiado el Amor.
Pero la Alegría estaba tan contenta celebrando que estaba a punto de salvarse de la inundación que no escuchó los ruegos del Amor.
Cuando ya estaba resignado a ahogarse, el Amor pasó junto a un viejo de larga y blanca barba que arrastraba su destartalada barca hacia el mar.
“¡Sube, Amor, yo te llevo!”, dijo el viejo.
El Amor se sintió tan aliviado que subió en silencio a la barquita y ni siquiera le preguntó al viejo su nombre.
No tardaron en llegar, El Amor y el viejito, a una isla próxima, que aún estaba a salvo de la crecida de las aguas.
Allí estaban otra vez reunidos todos los sentimientos.
Caminando por el playa, el Amor se cruzó con su amiga la Sabiduría.
“Sabiduría, ¿podrías decirme quién es este viejito que me ha salvado trayéndome hasta aquí en su barca?
“Seguro”, contestó la Sabiduría. “Ese viejo es el Tiempo”.
“¿El Tiempo?”, replicó extrañado y hasta un poco temeroso el Amor, “Por qué ha tenido que ser el Tiempo quien me ha acogido en su barca, si yo casi nunca he pensado en él?”
“Pues porque solo el Tiempo es capaz de reconocer el verdadero Amor”, respondió la Sabiduría.