Joludi Blog

Ago 19
¡Un poco de humor, bitte!
La semana pasada, Angela Merkel hizo una confesión íntima: “a veces me río”, declaró a la prensa. Menos mal. Porque ya temíamos que no. Que nunca. Que nada.
En realidad los alemanes se ríen poco. Eso es parte del carácter...

¡Un poco de humor, bitte!

La semana pasada, Angela Merkel hizo una confesión íntima: “a veces me río”, declaró a la prensa. Menos mal. Porque ya temíamos que no. Que nunca. Que nada. 

En realidad los alemanes se ríen poco. Eso es parte del carácter nacional germánico.

Sí, ya se que hay que ponerse intelectualmente en guardia cuando se habla del carácter nacional de un pueblo. Caro Baroja ya criticó esto. Demostró que referirse a un carácter nacional era un juicio (o mejor un prejuicio) más perteneciente al mundo de lo mítico que a lo científico. Pero buena parte de su erudita demostración podría aplicarse también a cualquier verdad histórica. En Historia, y en el pensar humanístico en general, es difícil separar lo mítico de lo probado. El carácter nacional existe. Al igual que debe existir algo como la literatura nacional, o el arte nacional, o la música folklórica nacional. Y el carácter nacional debería ser la resultante de todos esos otros aspectos.

En un país encontramos muchos tipos físicos diferentes, altos, bajos, gordos, delgados, atléticos, pícnicos…pero entre toda esa diversidad hay siempre elementos comunes, un aire de familia. El vendedor callejero de la medina de Tunez reconoce de un vistazo si unos turistas son franceses o ingleses incluso antes de escucharles decir una sola palabra. Del mismo modo, el carácter nacional de un pueblo es reconocible, y suponemos que existe, a pesar de la diversidad de sus manifestaciones históricas y de la pluralidad de sus interpretaciones posibles. Esto es quizá lo que Caro Baroja no supo (o mas bien no quiso) ver. Debió leer más a Weber, si se me permite la blasfemia.

Existe un carácter alemán. Al igual que existe un carácter bantú o un carácter afgano. Y ese carácter, sea cual sea, es cómplice de la historia del pueblo alemán. Causa y efecto de sus avatares históricos. 

Y yo sostengo que el primer rasgo definitorio del carácter alemán es, como nos sugiere la declaración de la Merkel, que se ríen poco. 

Es la especie de “melancolía y ensimismamiento” crónico de los germanos de la que nos hablaba ya hace dos siglos Madame de Staël.  La melancolía y ensimismamiento de la que también se quejaba Goethe, que lamentaba que en Alemania no tuviesen éxito casi ninguna de las comedias y sí casi todas las tragedias. Herder también enfatizaba la enemistad de Alemania con el humor: “a nosotros nos falta el humor y la naturaleza liviana, nos falta ese cielo luminoso que hace que las inmoralidades resulten siquiera un poco graciosas y tolerables…

Por supuesto que el Mefistóles de Fausto es nítidamente alemán, claro está. Y es muy gracioso. Pero es el diablo, no lo olvidemos… 

Y por supuesto que tenemos a Heinrich Böll, con quien todos nos hemos reído (y tal vez llorado) muchas veces. Pero el mismo Böll decía con amargura que no hay que contar chistes en Alemania, porque en lugar de provocar la risa, impulsan a quien los escucha a decir “¿qué es lo que has querido indicar realmente con eso?”. Es decir, el mismo chiste que provocará la carcajada en Italia, inducirá en Alemania a la sesuda especulación epistemológica…

Los alemanes no se ríen. Se toman patéticamente en serio el mundo y la vida, como ha demostrado Rosa Sala. Y de algún modo, por lo mismo, desprecian a los pueblos que no se toman tan en serio como ellos las cosas. De ese desprecio surge el afan de dominio germánico que ha causado tantas guerras en el continente europeo y cuya última manifestación, ya en el plano puramente económico, estamos viviendo ahora.

La cuestión sería determinar el por qué de esa seriedad del alma alemana. Quizá el origen haya que buscarlo en la Guerra de los Treinta años. Ese conflicto que destrozó a Alemania, arrasó sus pueblos y su patrimonio, exterminó a un tercio de su población, canceló toda posible articulación política de los territorios, humilló e hirió para siempre a todo un pueblo, inoculó el virus del belicismo y la xenofobia, y retrasó la unificación política nacional hasta los albores del siglo XX. Una unificación tan difícil, que hubo de llevarse a cabo no en virtud del impulso de la libertad y sus héroes, como en Estados Unidos, Italia o Latinoamérica, sino como resultado de fuerzas estrictamente totalitarias y militaristas. Tras la feroz contienda de los Treinta Años no era un Garibaldi, sino un Bismarck, lo que necesitaba la postrada Alemania para unificarse.

A partir de la Guerra de los Treinta años, se profundiza el desencuentro fatal de la burguesía y la aristocracia alemana. Un desencuentro que no se había producido en la Italia o en Francia, donde la relación entre los nobles-poder-y los burgueses-cultura y pensamiento- había alcanzado en el Renacimiento niveles positivamente simbióticos (pensemos en los Medici o en Montaigne, por decir algo). 

La burguesía alemana tiene que hacer entonces un esfuerzo para establecer por sí misma su identidad frente a una aristocracia decadente e intratable. Un esfuerzo que es preciso realizar desde la humillación bélica y desde cierto complejo de inferioridad colectiva frente a pueblos con enorme tradición cultural, como Francia (en la ebullición de la Ilustración) o Italia (donde el Renacimiento no hacía mucho que había eclosionado). Y sin el apoyo y el factor neutralizador de la Iglesia, en retirada desde la Revolución Francesa.

¿Y cómo expresa esa imperiosa necesidad de identidad de la gran burguesía alemana, la más significativa demográficamente del continente?  Pues con la cultura. Con la formación. Con la excelencia en todos los órdenes. Con un extraño neohumanismo (que por cierto acabará desembocando, degenerado, en el nazismo, que es un monstruo creado por el sueño del humanismo).  Más específicamente, con el “bildung”, que es la forma germánica de la paideia griega y que consiste en volcarse casi fanáticamente en la formación cultural, científica y humanística, de las nuevas generaciones. Algo que los alemanes han hecho sistemáticamente y con portentosa eficiencia, desde hace casi 300 años. Recordemos tan solo que justo después de la Guerra de los 30 años, en la segunda mitad del siglo XVIII, Prusia fue pionera en el mundo en la introducción de la educación primaria obligatoria y gratuita. O que en 1872 el poder político ya promovía la entrada de mujeres en la universidad prusiana…

Desde el más remoto liceo de secundaria o “gymnasium” de Baja Sajonia a los prodigiosos fenómenos universitarios de Jena o Gottinga, el bildung ha hecho una y otra vez de Alemania el país más poderoso cultural y científicamente de Europa (y por ende su primera potencia económica). Pero también, llevado hasta el extremo y convertido en estandarte identitario, ese mismo bildung ha hecho del carácter alemán un factor de riesgo para el continente y para ellos mismos. Es paradójico pero es así.

Esa es la raíz de la seriedad alemana: su obsesión por la cultura, la ciencia y la técnica, concebidas como elemento de dignificación y afirmación de superioridad de clase social, o de casta, o de pueblo, o de raza. El bildung, el  gran proyecto educativo germánico, es muy posiblemente el origen de esa seriedad teutona que acaba provocando toda la tragedia histórica de ese pueblo en los últimos tres siglos. Una seriedad que se traduce en idealismo metafísico, cuando se despliega en lo filosófico. Y una seriedad que se manifiesta en totalitarismo, militarismo y expansionismo, cuando se despliega en lo político…Por eso, la severa obsesión cultural alemana-y su indudable excelencia- es compatible con su pasión militarista, incluso en sus formas más degeneradas. Por eso alcanzamos a comprender que el mismo oficial que martirizaba a a un viejo judío (ese pueblo de humoristas corruptores…) en los barracones de Buchenwald, interpretaba después, con gran competencia, a Mozart en su hogar de la cercana y cultísima Weimar, violín en mano, y rodeado de una entrañable familia, a la vuelta del lager

Esta es la razón por la que yo me he alegrado al saber que Merkel, pese a todas las apariencias, también se ríe. La risa es el antídoto de los totalitarismos y de los afanes de dominio. Si los alemanes, empezando por la canciller, empiezan a reirse un poco más, Europa se salvará. Y ellos con Europa.

¡Que bromeen un poco, por favor, bitte!.

Aunque sean alemanes.



  1. joludi ha publicado esto