Japón es el país del moho y los fermentos. Las condiciones de temperatura y de humedad de buena parte del Japón son idóneas para todo tipo de fermentaciones. Eso es bueno y es malo. Bueno porque esta circunstancia ha convertido a los japoneses en maestros del arte de fermentar alimentos, por ejemplo la salsa de soja, el glutamato, sus maravillosos encurtidos (a mí la col fermentada o “kimuchi” me encanta y en general cualquiera de los vegetales fermentados de todo tipo que venden a espuertas en las tiendas de regalos). Malo porque les obliga a estar siempre en guardia frente a los fermentos y levaduras que pueden ser dañinos para la vida o la salud.
Esta lucha sin cuartel contra los hongos y mohos, es la razón por la que la segunda prioridad en una casa japonesa es garantizar una ventilación perfecta (la primera es que el tejado sea muy sólido y con magníficas tejas pues la pluviosidad alta y se concentran casi todas las lluvias en el comienzo del verano).
También esta es la razón por la que la ropa tradicional japonesa es muy ligera y abierta. El kimono es justamente así porque su diseño favorece la aireación y reduce el desarrollo de hongos en la piel.
Esa es también la razón por la que los deliciosos pastelillos de crema de castaña, los fantásticos “mochis”, que a mí me enloquecen, están recubiertos de una capa impermeable de pasta de arroz, cuyo objeto es precisamente dificultar la evolución del hongo.
Por cierto que muchos occidentales se extrañan de que los japoneses coman tantas cosas fermentadas que huelen realmente mal. A mí no me molesta en absoluto. Y para mal olor, el de los quesos europeos, no menos deliciosos que las maravillosas variantes y encurtidos de todo tipo de la cocina nipona.