
Ubutane y el cerezo sagrado.
“Todos sabemos que en las flores de los cerezos, especialmente los de la hermosa variedad Yoshino, que crece en las zonas montañosas de Japón, se mezcla delicadamente el color rosa y el color blanco. Pero no siempre fue así. Una leyenda nos explica por qué en tiempos remotos todos los cerezos japoneses florecían siempre con un color amarillo desvaído poco vistoso.
Esta leyenda nos lleva al corazón de las montañas de Hokkaido. Allí, aún hoy se encuentra el soberbio castillo de cinco plantas en el que vivía hace muchísimos años, el daimyo Hiroshi no Iradema y su familia.
Hiroshi era un buen daimyo. Tenía un pequeño ejército de cuarenta fieles samurais bien armados, pero eludía por costumbre la guerra y los conflictos con los otros daimyos de la región. Aunque podría hacerlo, no exigía casi nunca la totalidad de aquel injusto impuesto en arroz que obligaba a los campesinos a entregar al daimyo y a sus samurais cuatro décimos de cada cosecha. Vivía austeramente en su gran castillo, con su esposa, Kokomi y los hermanos de esta. Y cuando viajaba a Edo, como era preceptivo cada año, era acogido con cariño y respeto por toda la corte, que lo consideraba un buen hombre y un daimyo justo.
Pero había algo que empañaba la felicidad de Hiroshi no Iradema y de su delicada esposa Kokuro: no tenían descendencia. Los años pasaban pero los hijos no venían. Hiroshi temía que en su persona se extinguiría la línea familiar de los Iradema. Esa idea le entristecía profundamente.
Pero los dioses tuvieron en cuenta el amor por la justicia de Hiroshi y su respeto por sus vasallos. Y un año, justo cuando florecían los cerezos, que como ya hemos dicho anteriormente tenían las flores amarillas y se llamaban por entonces ukonsakuras, nació un precioso bebé del vientre de Kokomi. Era un niño hermoso como el sol al alzarse tras las montañas cada mañana, y le llamaron justamente Sakura, por haber nacido el mismo día en el que florecieron los cerezos.
Sin embargo, los dioses nunca entregan a los hombres la felicidad completa. Y aunque el alumbramiento de aquel niño llenó de alegría el corazón del daimyo, lo cierto es que muy pronto la salud del pequeño empezó a debilitarse, creando una inmensa preocupación en el alma de sus padres.
Hiroshi mandó llamar a los médicos más famosos de Hokkaido. Estos probaron toda clase de medicinas en el pequeño. Pero su salud no mejoraba.
El sufrimiento de todos en el castillo era infinito. Y había alguien que sin ser de la familia del daimyo lloraba también sin descanso, día y noche, al ver como el pequeño se deterioraba. Era Ubutane, la mujer que daba el pecho al bebé y que le quería como si fuese su propio hijo.
Ubutane no podía resistir la tristeza de ver morir lentamente al pequeño Sakura. Así que decidió ir cada atardecer, hasta el templo de Shogetsu y postrarse ante el santuario para pedir ayuda a los dioses.
Día tras día, Ubutane elevó su plegaria conforme a un rito preciso. Llegaba al templo, se descalzaba, entraba respetuosamente hasta el santuario, golpeaba con las palmas para atraer la atención de los dioses y se concentraba para dejar hablar a su corazón y pedir ayuda divina.
Sea como sea, algo debieron de servir aquellas plegarias del atardecer. Porque súbitamente, Sakura empezó a mejorar. Sus ojos recobraron el brillo. Cesó su llanto. Y empezó a ganar peso rápidamente.
Sin embargo, a medida en que el pequeño crecía y se fortalecía, Ubutane se debilitaba. Hasta el punto de que cuando ya era Sakura un niño sano y dejó de alimentarse con la leche de Ubutane, esta entró en un estado terminal de su dolencia y todos supieron que no tardaría en morir.
El daimyo y Kokuro estaban sumamente apenados por la agonía de Ubutane. Ambos sospechaban que o bien fueron los rezos de la ama de cría los que hicieron posible la sanación del pequeño Sakura o bien fue el inmenso amor con el que ella le ofrecía cada día la abundante leche de sus pechos. O quizá ambas cosas.
Pero Ubutane moría. Y justo antes de morir, mientras Kokuro sujetaba su mano, explicó el secreto de la sanación de Sakura. Ubutane había entregado su vida a los dioses a cambio de la del pequeño. Ese era el pacto que ella había hecho en el santuario de Shogetsu.
Y después de desvelar este secreto, Ubutane murió.
El corazón del daimyo y de Kokure se despedazó cuando supieron el inmenso sacrificio de Ubutane por el pequeño. Lloraron en silencio y con profunda devoción la muerte heróica del buen ama de cría. Y decidieron enterrar su cuerpo en el corazón del palacio, nada menos que en el patio del Harakiri, el lugar sagrado en el que los samurais del feudo de Irodama se ejecutaban a sí mismos cuando consideraban que habían contraído una deuda de honor de las que solo pueden pagarse con la propia muerte.
Y sobre la tumba de Ubutane el daimyo ordenó plantar un cerezo, como símbolo de la generosidad de aquella mujer. Porque al igual que Ubutane, los cerezos entregan sus flores al aire con generosidad, tan pronto se produce la floración. No retienen los pétalos siquiera unos días. Así como florecen, se entregan. Tal como lo hizo Ubutane.
Años mas tarde, sobre la tumba de Ubutane, nació un hermosísimo cerezo. Pero sus flores, a diferencia de los cerezos ukon que hasta entonces crecían en Hokkaido, mostraban un extraño y hermoso tono rosa en sus capullos y un limpio color blanco en sus cinco pétalos.
Nadie sabía explicar bien por qué aquel cerezo, nacido sobre los restos de Ubutane, era distinto.
Pero un día de primavera, cuando el daimyo Hiroshi meditaba junto a su hijo Sakura en el patio sagrado, mirando intensamente al cerezo, lo comprendió todo. Aquellas flores rosas y blancas evocaban el pecho rosado del buen ama de cría y la blancura de su leche. Muerta, Ubutane aún quería seguir entregándose en cada una de las flores de aquel cerezo.
Desde la muerte de Ubutane, dice la leyenda, la mayoría de los cerezos de Japón dejaron de tener flores amarillentas.
Y desde entonces, el patio sagrado del palacio de Irodama recibe muchas visitas de gente que simplemente viene a contemplar el cerezo maravilloso que nunca muere y que florece gracias al amor de una mujer.”