El término “totalitarismo” no tenía inicialmente un sentido negativo. Todo lo contrario. Lo acuñó el inefable Mussolini para referirse a su presunto afán de mejora global, integral de la vida colectiva de sus súbditos. En una de las pomposas expresiones que nadie como él sabía inventar, clamaba el dictador: “la nostra feroce voluntà totalitaria…”.
Fue, más tarde, gente como Hanna Arendt y los pensadores políticos de la guerra fría los que fueron dando el giro semántico al término.
Es curioso comprobar la fascinante vida propia que a veces viven las palabras. Y las ideas.