Joludi Blog

Abr 3
In fragante.
Ayer, como casi todas las veces que voy a coger un avión, me di el correspondiente atracón de mangos, frutas de la pasión y lichis, todo ello debidamente aromatizado con flores de la Isla de los Bambús, buganvillas, limones y...

In fragante.

Ayer, como casi todas las veces que voy a coger un avión, me di el correspondiente atracón de mangos, frutas de la pasión y lichis, todo ello debidamente aromatizado con flores de la Isla de los Bambús, buganvillas, limones y azahar.

Ocurre que mis pólipos nasales ya no son lo que eran. Han mejorado sustancialmente (sin intervención médica, subrayo). Ahora, casi siempre, puedo disfrutar de los olores, no como antes que era más anósmico que una tapia. Y qué mejor para desafiar mis recién recuperadas terminales olfativas que en las duty free de los aeropuertos, vaciando sin pudor los probadores mientras soporto el habitual retraso, en este caso de Vueling (Retrasing, yo les llamo a estos espabilados que ponen toda su energía en hacer publicidad chistosa y se olvidan de que conviene salir a la hora prevista).

Ayer por la mañana, en la dichosa Terminal 4, me pilló in fraganti (in fragante, tendríamos que decir) una amable señorita mientras yo vaciaba furiosamente, sin misericordia, un probador de los caros sobre mi mano izquierda, con una rápida y habilidosasa sucesión de tres, cinco, diez golpes de spray de un perfume sublime.

–¿Puedo ayudarle?-me preguntó sorpresivamente la damisela, al tiempo que yo me sentía como si me hubiesen cazado hurtando en unos grandes almacenes.

-Ehh, pues, ehhh, no, no. Verá, es que estoy tratando de recordar el perfume que utiliza ella y no acabo de conseguirlo, porque estoy constipado–mentí a la amable pero firmemente inquisitiva vendedora. Una vendedora que sin duda acababa de contemplar atónita cómo yo me embadurnaba sin tasa ni medida, de mi perfume favorito. Ella ignoraba obviamente las diferentes razones médicas que me impulsan a olftatear toda clase de fragancias, especialmente las femeninas y muy caras.

–Ah, comprendo. Bueno, si me necesita, pues ya sabe–me contestó. Y me dejó. Como se dejan las cosas imposibles.

Instantes después, tras las esperadas maniobras de disimulo con un par de probadores más (de los que esta vez no abusé) salí del duty free envuelto en toda clase vapores delicados, camino de la puerta de embarque.

En el avión, noté que el señor sentado a mi lado, que tenía todo el aspecto de ser el director adjunto de una fábrica de calzoncillos de Tarrasa, no hacía más que mirarme y, disimuladamente, olfatear. Una y otra vez. Me miraba y movía sus narices de anchas fosas, excesivamente pobladas d los feos pelillos que siempre adornan las narices de los empresarios de Tarrasa, de acuerdo con una ley no escrita pero inexorable. Le debía extrañar muchísimo a mi vecino que yo oliese tantísimo a perfume femenino de los caros, en lugar del preceptivo varón dandy que sin duda él llevaba.

Pero no iba a ponerme yo a contarle la historia de mis pólipos a este buen señor, sin conocerle de nada… Sin embargo, la próxima vez lo hago. Estoy harto de que me miren en los aviones de una forma tan rara y poniendo sin duda en cuestión mi acreditada virilidad.