Joludi Blog

Abr 11
El Duomo, el maestro Yasuda y el placer de un bocadillo.
Ayer, mi cena fue un bocadillo. Y no pudo ser mejor. Cada uno de los mordiscos me pareció un deleite inefable. Lo que demuestra que a mí, en realidad, me gustan los placeres sencillos.
Debo...

El Duomo, el maestro Yasuda y el placer de un bocadillo.

Ayer, mi cena fue un bocadillo. Y no pudo ser mejor. Cada uno de los mordiscos me pareció un deleite inefable. Lo que demuestra que a mí, en realidad, me gustan los placeres sencillos.

Debo añadir que el bocadillo era un panini caliente servido en uno de los dos maravillosos kioscos que hay en un lateral de la plaza del Duomo.

El panini en cuestión era un prodigio gastronómico y cultural. Es un tipo de bocadillo al que aquí en Milán le llaman simplemente “salamella”. Sus ingredientes yo creo que resumen de una manera sincrética y sublime el carácter de crisol cultural de la vieja Mediolanum.

El elemento español, herencia de casi dos siglos de “etá spagnola” está representado por las deliciosas tiras de pimientos. El elemento germánico, que refleja ese trasfondo permanente de los imperios centrales sobre estas tierras lombardas, tiene como abanderado en este bocata al componente del choucrout, aunque antes de incorporarlo al bocata, aquí se pasa unos instantes por la parrilla, inteligente medida que neutraliza la acidez de esta verdura fermentada y la convierte en algo mucho más sensual que la guarnición típica de los teutones. Luego tendríamos la parte francesa, representada en esa especie de butifarra o merguez abierta que es propiamente la salamella, hábilmente sometida al grill en el momento de preparar el bocadillo y que evoca la inacabable ansia histórica de los galos por dominar esta otra ciudad puente entre el Mediterráneo y Europa, que fue cabeza del Imperio Romano durante 116 años y que les ha pillado siempre tan históricamente a mano para ventilar sus querellas con los tedescos . Y finalmente, por supuesto, la parte itálica pura correspondía al insuperable pan del panini, tan caliente, tan crujiente, tan lleno de aromas maravillosos. Oh qué morbidísimo pan, qué bien hecho y horneado. Ni la mejor baguette lo igualaría.

Creo que fueron dieciocho mordiscos. Había que contar cada uno de ellos porque lo merecían plenamente. También hay que decir que la tarde era mágicamente lluviosa. El voladizo del kiosco me protegía del agua pero la situación me permitía ver en primera fila toda la majestad de la fachada del Duomo iluminada por las últimas luces del atardecer, que se combinaban con el brillo de dos pantallas gigantes instaladas junto a la librería Mondadori, en las que se veían imágenes de trailers cinematográficos.

Todo el Duomo era para mí, en una visión absolutamente sublime tras la cortina de tenue lluvia, mientras yo saboreaba en éxtasis mi salamella. Todo el Duomo era para mí, con sus 3.500 estatuas, con sus colosales vidrieras, con sus arcos y pináculos recortados allá arriba sobre el cielo del ocaso milanés, dando forma a un “skyline” tan delicado y etéreo o evoca más bien el sueño de un creador de dentellerie que la obra de un arquitecto de catedrales góticas.

Al fondo, viniendo de la Galería Victor Manuel, se oían ecos de la campaña electoral que vive Italia. Y para hacer más perfecto el momento, esos ecos no eran sino una alternancia del himno de la formación de Berlusconi (unos coros maravillosamente verdianos, que me estremecieron varias veces), y unas notas de buen jazz que animaban el pequeño meeting que celebraba el partido de Veltroni en otro lugar próximo. Otra combinación perfecta. Otro ejemplo de sincretismo a la medida del bocadillo que me estaba zampando.

En los dos últimos mordiscos, tuve también un pensamiento iluminador para hacer más perfecto el instante. Fue una especie de déja vu. Me acordé de una frase que leí hace dos semanas en un templo de Kyoto. Era una frase del maestro Zen Yasuda:

“no vivimos para cumplir todos los objetivos del mañana, el hoy es todo lo que tenemos”.

Con el último bocado me di cuenta de que Yasuda debía estar pensando en mi bocadillo milanés cuando pronunció aquellas inmortales palabras.

Y con esa idea me encaminé hacia el hotel, tratando de llevarme conmigo, la luz del atardecer lombardo, el jazz, Verdi, el jugoso panini, las palabras de Yasuda y hasta la sonrisa de la chica que me preparó cariñosamente el prodigioso bocadillo.

No tuve problema en cargar con todo eso mientras me subía al vagón de la línea roja del metro, en dirección a RHO Fiera, estación Buonarrotti.

¡Ah, los placeres sencillos!