Joludi Blog

Sep 16
Azul.
Los pintores siempre han estado ansiando el azul perfecto.
Desde que se abrieron las grandes rutas a las Indias Orientales, los más afortunados podían recurrir al polvo del lapislazuli, la piedra preciosa traída en barco desde el remoto...

Azul.

Los pintores siempre han estado ansiando el azul perfecto. 

Desde que se abrieron las grandes rutas a las Indias Orientales, los más afortunados podían recurrir al polvo del lapislazuli, la piedra preciosa traída en barco desde el remoto Afganistán y comprada por los artistas a precio de oro. La llamaban así usando el latín “lapis”, para piedra, y un derivado del persa  “lajoard”, que significaba “azul”. Era el azul que venía de más allá del mar. El azul ultramar, el sueño de los pintores pobres.

Si no había dinero para comprar polvo de lapislazuli, los artistas podían echar mano del sucedáneo, el lapis armenius, la azurita, el carbonato de cobre extraído de las bergblau, las legendarias montañas azules alemanas, y con el que Durero pintaba sus paneles. 

Algo más tarde, los artistas en busca del azul perfecto ya podían recurrir al “esmaltín”, el pigmento obtenido mediante tratamiento del mineral de cobalto, y que los vidrieros venecianos ya habían conseguido utilizar en el siglo XVI, quizá a partir de procedimientos ya conocidos por los antiguos egipcios.

Otra opción era utilizar el colorante obtenido de las morellas, unas plantas bien conocidas por los campesinos provenzales cuyos frutos daban un jugo violeta con el que muchos manuscritos medievales fueron primorosamente iluminados.

Pero ninguno de esos azules, ya fuera el ultramar, la azurita o la morella, parecía igualar la intensidad y la belleza del azul de las frutas de las míticas zarzamoras africanas, sobre las que contaban maravillas los primeros viajeros europeos que se aventuraron más allá del Sahara. 

Ningún pintor europeo consiguió jamás alguno de estos frutos legendarios, más brillantes y de un azul más intenso que ningún otra de la criatura natural. 

Si hubiesen vivido hoy en día, claro está, sí hubieran podido tenerlos en sus manos. Y en efecto, habrían podido comprobar su insuperable luminosidad. 

Pero, ay, también se habrían decepcionado hasta el infinito.

Porque si hubiesen intentado obtener pigmento a partir de esas bayas africanas, a las que la botánica llama pollia condensata, habrían descubierto que toda la maravilla de su color se esfuma en el mismo instante en que se consigue aprehender. 

El increible color de la pollia, que aún hoy estudian asombrados los científicos, no proviene de pigmentos, sino de una estructura especial de sus células que produce una iridiscencia incomparable. Si trituramos esta baya sublime, acabamos también con su color.

Es lo mismo que ocurre con los colores de las alas de la mariposa. O con las bellas iridiscencias de las pompas de jabón. O con la cola de los pavos reales. O con la piel de los escarabajos. Todos esos prodigios de cromatismo parecen están ahí para ser admirados. Pero no consienten jamás ser capturados.

El azul intensísimo de la pollia condensata no existe propiamente en sí mismo. Es tan solo una creación de quien las mira. Se forma en tu cerebro, a través de tus ojos.

En el mundo del color, por tanto, lo más bello es también lo más etéreo, lo que más se niega a dejarse apropiar. 

Tal vez porque está dentro de nosotros nada más. Y porque ha estado siempre en nosotros. Nada más.


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