
Francis Galton y los sarracenos.
El siglo XIX es a veces conocido como el Wonder Century, el siglo maravilloso. El siglo en el que el hombre sale por fin de la larga noche de la superstición y la ignorancia. Y eso sucede gracias a hombres como Francis Galton, nacido en 1822, en Duddeston, Inglaterra.
Galton fue el modelo científico “francotirador”. No tuvo cátedras universitarias, y realizaba sus investigaciones por su cuenta. Pero así y todo, es responsable de avances científicos importantísimos, en muchos campos aparentemente muy distantes entre sí. Fue un gran matemático, al que la estadística moderna debe muchos conceptos básicos. Pero también fue un gran explorador del Africa tropical y sentó las bases de la psicología diferencial y de la ciencia genética.
Pero lo más interesante de Galton, dejando aparte sus numerosas contribuciones a la ciencia, fue la indomeñable rebeldía de su intelecto, que contrastaba con la atmósfera conservadora en la que transcurrió su vida, que prácticamente coincidió íntegramente con el larguísimo reinado de la Reina Victoria.
Galton quería saberlo todo de todo. Estudió y cuantificó el nivel de aburrimiento de las conferencias de sus colegas, midiendo secretamente el nivel de impaciencia de sus audiencias. Diseñó un peculiar mapa de la “belleza” de Gran Bretaña, caminando por las principales calles de las ciudades ingleses y registrando en secreto si las mujeres que pasaban a su lado eran guapas o feas, conforme a parámetros pretendidamente objetivos (Aberdeen resultó ser horrible). Analizó estadísticamente las penas aplicadas por los jueces británicos, demostrando que los castigos eran absolutamente arbitrarios (esto sigue ocurriendo ahora, evidentemente).
Un día se le ocurrió analizar con su metodología estadística el fenómeno de la oración y su posible eficacia. Su hipótesis de partida era muy simple. Si la oración era efectiva, entonces los sacerdotes deberían vivir, estadísticamente hablando, más años que otro tipo de profesionales, ya que sus enfermedades se curarían al menos en algunos casos por efectos de las muchas plegarias que normalmente desencadenarían. Con paciencia infinita, Galton analizó cientos, miles de datos y llegó a la conclusión opuesta. Según su investigación, los curas tendían a morir incluso antes que los abogados. Daba igual lo mucho que rezasen.
Galton no tuvo más remedio que reconocer que la oración no era demasiado efectiva, al menos en el ámbito de la salud. Y este reconocimiento tiene su mérito, ya que Galton era bastante creyente. Pero, como todo hombre de ciencia que se precie, él aplicaba la frase de “amicus Plato sed magis amicus veritas”, esto es, soy amigo de Platón, pero más amigo de la verdad”. Me imagino su perplejidad profunda al comprobar que los perversos leguleyos de la Inglaterra victoriana se las arreglaban para vivir más tiempo que los probos prestes anglicanos.
En nuestra cultura tenemos una coplilla popular muy bonita que viene a expresar la misma idea que subordina lo religioso a lo fáctico, poniendo el acento en la inexorable, la tozuda superioridad del hecho sobre el rezo:
“Vinieron los sarracenos,
y nos molieron a palos,
que Dios ayuda a los malos,
cuando son más que los buenos.”