
“¿De dónde viene la palabra "gardenia”?
Tengo algunos trucos para ganar pequeñas e inocentes apuestas sobre temitas culturales. Uno de ellos es el de Panamá. Otro es el de Buenos Aires. Otro es el de la Gardenia.
El de Panamá es muy sencillo. Y lo saco a colación siempre que alguien presume de algún viaje por centroamérica o cosa parecida. Me limito a preguntar, con cara de tonto, en qué mar terminará alguien que cruce navegando el Canal de Panamá desde el Este hacia el Oeste.
El truco de Buenos Aires es también sencillo. Consiste en preguntar dubitativamente si Buenos Aires es la capital más austral del planeta, después de Wellington, la capital de la remota Nueva Zelandia. También es preciso poner cara de tonto.
Finalmente, la apuesta de la gardenia es super sencilla. Consiste en preguntarse de dónde vendrá el nombre de esta bonita flor. “¡gardenia!, mmm, me pregunto, ¿cuál será el origen de esta rara palabra?
Cuando hago el juego de Panamá, todo el mundo me contesta con gran suficiencia, después de pensar unos segundos para confirmar la respuesta intuitiva: "¡hombre, si vas del Este al Oeste por el Canal, acabas en el Pacífico, eso seguro!”
Cuando planteo la pregunta de la capital más austral del planeta, después de Welington, casi todo el mundo me responde que sin la menor duda es Buenos Aires.
Y cuando pregunto cuál es el origen de la palabra Gardenia, todos dicen con gran suficiencia y sorprendiéndose de lo obvio de mi pregunta, que sin duda es “garden” que en inglés significa, claro, cómo es posible que no te hayas dado cuenta, “jardín”.
Las tres respuestas standard que acabo de citar son estruendosamente erróneas. Pero tienen la apariencia de ser ciertas. Y mis interlocutores están convencidísimos de que lo son. Yo entonces prosigo mi simulación y planteo mis dudas, pero sin mucho convencimiento. Me encanta hacer este teatro.
“¿Al Pacífico? No creo, yo pienso, ehh, debería ser al revés, ¿no?”,…“¿Buenos Aires, yo creo que Montevideo está más abajo, vamos me parece a mí, no se…”, “no, no creo que venga de jardín, será un nombre derivado de algún botánico, como pasa con muchas flores…”
Dependiendo del grado de engreimiento de mi interlocutor, me las arreglo para llevar el tema hasta una situación de apuesta. Esto no es fácil, porque tengo que nadar y guardar la ropa. Es decir, debo mostrarme inseguro para no levantar sospechas, pero al mismo tiempo debo aparentar firmeza para hacer creible mi apuesta.
No suelo jugarme mucho. Generalmente exijo una docena de almejas naturales en Portobello si se demuestra que tengo razón.
Creo que me he convertido en un prohombre en el bonito pueblecito gallego de Carril, en la ría de Arosa, gracias a mis incontables victorias en estas apuestas. He comido muchas docenas de estos deliciosos moluscos bivalvos gracias al Canal de Panamá, a Buenos Aires y la hermosa variedad de rubiácea originaria de Sudáfrica.
El Canal de Panamá tiene una forma extraña, en forma de S. De tal modo que quien lo cruza de Este a Oeste acaba en el Caribe, no en el Pacífico. Se ponga como se ponga.
Buenos Aires está un poco “más arriba” que Montevideo. Concretamente, la capital argentina está a 34 grados y 36 minutos de latitud sur, mientras que la capital uruguaya está a 34 grados y 53 minutos de latitud sur. Cada minuto de latitud viene a ser como 1,85 kilómetros, así que la ciudad de Mario Benedetti está 32 kilómetros “más abajo” que la de Jorge Luis Borges.
En cuanto a la gardenia, debe su nombre a Alexander Garden (1730-1791) un botánico escocés que vivió la mayor parte de su vida en Norteamérica. De vuelta a Inglaterra, mantuvo contactos con Linneo, que acabó dando su nombre al llamado “Jazmín del Cabo”, es decir, a la gardenia. Por cierto que hay muchísimos más casos de flores que llevan el nombre de su descubridor o catalogador, como ocurre con la dahlia (Anders Dahl), la fucsia (Leonard Fuchs), la zinnia (Johann Zinn), la wisteria (Caspar Wistar) y, cómo no, la euforbia, cuyo nombre es un homenaje a Euforbus, el médico de aquel rey de Numidia llamado Juba que se casó con Cleopatra Selene II, la hija de Marco Antonio y Cleopatra.
Es divertido comer marisco a cuenta de estas inocentes apuestas. Uno disfruta de un doble placer. El del delicioso fruto del mar y la voluptuosidad de haberme aprovechado en mi favor de la capacidad que todo el mundo tiene para creer que los demás son idiotas de solemnidad. Y quedarse tan panchos.