Joludi Blog

Mayo 27
Una mañana de domingo en el Thyssen.
Pasé la mañana de este último domingo, gratamente acompañado, en el Museo Thyssen de Madrid, que es uno de los mejores museos de pintura del mundo.
El Thyssen ha sido concebido con un enorme refinamiento, y...

Una mañana de domingo en el Thyssen.

Pasé la mañana de este último domingo, gratamente acompañado, en el Museo Thyssen de Madrid, que es uno de los mejores museos de pintura del mundo.
El Thyssen ha sido concebido con un enorme refinamiento, y poniendo el énfasis en realzar e intensificar al máximo la experiencia estética del visitante. Para muchos, es incluso mejor, desde el punto de vísta de técnica museística, que el legendario Guggenheim, de Nueva York.
Todo en este museo está cuidadosamente pensado. Las paredes de las salas no son blancas, sino pintadas con colores muy cálidos, porque se trata de transmitir una sensación de confort similar a la que podía sentir un mecenas florentino cuando paseaba por su palacio admirando su colección de cuadros. Una sensación muy distinta a la aséptica frialdad de la mayoría de los museos. También se ha tenido buen cuidado en el diseño de las salas y la arquitectura interior, que trata de reflejar, por tamaño, disposición e iluminación, lo que serían las diferentes estancias de una gran mansión de la europa bajomedieval o renacentista. Hasta la iluminación es diferente según el tipo de pintura. Para los primitivos italianos y sus santos y vírgenes, luz cenital, pues con esa iluminación fueron concebidos, creados y disfrutados. En cambio para artistas especializados en la representación de tenebrosos interiores domésticos, como el gran Caravaggio, luz artificial sin la menor concesión al sol.
Pero, más allá del placer de visitar un museo perfectamente diseñado, lo que hace único al Thyssen es que permite al visitante realizar en pocas horas un fascinante viaje por seis siglos de Historia de la Pintura. Y la forma en la que el Thyssen permite realizar ese viaje está tan bien concebida que en realidad quien se lanza a ese periplo, lo que acaba haciendo es viajar no solo por la Historia del Arte, sino por la Historia misma de las Ideas desde el siglo XIV hasta nuestros días. Una experiencia única.
La primera etapa del viaje es el mundo de los primitivos italianos. Un mundo en el que la pintura es tan sólo un oficio auxiliar de la religión. El pintor es meramente un artesano anónimo cuya misión es ayudar al clero en su santa misión de actuar sobre las conciencias para transmitir el mensaje divino. Las tablas de principios del XIV que se pueden contemplar en el Thyssen aspiran ante todo a reproducir lo espiritual, lo que no se puede ver. Se trata de pintar a la Virgen, a los ángeles, al Cristo en la cruz. Hay que centrarse en la idea, no en el detalle material. Por eso las figuras son hieráticas, casi como logotipos. No interesa reflejar la naturaleza, los paisajes, la realidad circundante…¿Por qué se ha de pintar todo eso si lo esencial es expresar en imágenes el mensaje de Dios? ¿Acaso no es censurable que el pintor dedique esfuerzos a reflejar vulgarmente lo mundano, tan “contaminado” por la sombra del pecado y de la oscura perdición? Son tablas como, el tríptico de La Virgen con el Niño del anónimo veneciano, que cumplen con rigor el criterio estético establecido por Santo Tomás de Aquino, el teórico del momento, cuyo ideal de belleza es tan solo la combinación de “proportio” y “claritas”. Por eso no hay perspectiva (que sería una imperdonable concesión al ojo humano y sus debilidades). Por eso no hay sombras, (que evocarían las tinieblas del pecado). Por eso no hay iluminación teatral, porque cada figura lleva y emite su propia luz, como corresponde a los seres celestiales. Las formas no cuentan mucho, porque el Espíritu no necesita encarnarse. En cambio, los colores son vitales, no solo por el ideal tomista de la “claritas” sino porque el color intenso ayuda decisivamente al pintor a conseguir su objetivo prioritario que no es ni puede ser otro que movilizar las conciencias, conmover las almas, emocionar los corazones.
Pero poco a poco, esos cuadros religiosos tan hieráticos y bizantinos del principios del XIV se van convirtiendo en algo muy distinto. Las salas del Thyssen nos muestran cómo, tímidamente, la pintura comienza a atreverse a “contar historias” más allá de la mera representación de la Cruz o de la Virgen. Los pintores se rompen la cabeza para encontrar astutamente en los episodios bíblicos algún tema que les permita introducir de carambola al ser humano. Y así lo hace Duccio en su maravilloso Cristo y la Samaritana, de 1310, que muestra el primer paso en lo que ha de ser la evolución de la pintura y las ideas a lo largo de los doscientos años siguientes y que parece increible que haya sido pintado tan solo un par de décadas más tarde que el Tríptico veneciano.

En Florencia, en Siena, en los Países Bajos, los artistas de la pintura buscan patéticamente fórmulas para escapar del yugo estético eclesiástico y hacer que la realidad pueda emerger por fin entre lo divino. Como luego veremos en un cuadro esencial de Jaques Daret, pintan a menudo la Adoración del Niño en el pesebre, con el único objeto de poder mostrar un poco de su talento reprimido, ya sea a través de los detalles del techo de paja, de los mantos de los reyes, del paisaje que se deja entrever al fondo, con su pueblecito y su caminito…Todo vale con tal de que le toleren a uno entregarse a la realidad.
Y así, a paso a paso vamos descubriendo en el Thyssen la progresiva aparición en la Pintura de lo humano. Todo ello en paralelo con la emergencia de la nueva clase burguesa. En la Sala 2 nos encontramos con la pintura que ya se hace en el cuatrocientos en esa nueva Europa de las ciudades y los mercaderes en la que ya parecen encenderse las luces tras las oscuridades medievales. Basta un vistazo a obras soberbias como La Asunción de la Virgen de Koernecke para comprender todo lo que está ocurriendo (o está a punto de ocurrir) en el campo de batalla de las ideas. Lo divino está presente en el cuadro, cómo no, pero junto a lo puramente espiritual (la parte superior de la composición) aparece también, abajo, lo humano en todo su esplendor; once fascinantes y muy barbudos personajes que tienen bien asentados los pies en la tierra, cada uno con una expresión distinta, pintados con todo detalle y maestría, en un esfuerzo realista que se aprecia en cada mirada, en los movimientos de las manos, en los pliegues de los ropajes…El protagonista del arte, por primera vez después de muchos siglos, empieza a ser nuevamente el ser humano.
En la Sala 3, con los primitivos nederlandeses, aparece, además, en todo su esplendor, el compañero ineludible de la epopeya humana: su majestad la materia. Los pintores aprenden a reflejar el milagro de los objetos, las texturas, los infinitos matices de lo tangible. Se niegan a aceptar que realidad equivalga a pecado. Y si es preciso, para hacerse perdonar la transgresión, combinan lo divino y lo material de una forma ingeniosísima, tal como lo hace el genial Van Eyck con el Díptico de la Anunciación, ese portentoso trampantojo que reproduce las texturas exactas de la caliza con una precisión y detallismo inigualable. Ese díptico, por sí mismo, justifica la existencia de todo un Museo y sintetiza de un modo perfecto el camino del arte renacentista desde lo ideal hacia lo real.
Y así llegamos, en la Sala 4, al Quattrocento italiano, donde ya no sólo está lo humano y lo material acompañando a lo divino, también nos encontramos con la forma en toda su gloria y perfección. Ni siquiera han pasado dos siglos desde que contemplamos el primitivísimo Tríptico de la Virgen con el Niño, tan tosco, tan estilizado, tan feo, sí, sin la menor concesión al detalle o a la forma, cuando nos topamos de repente con el sobrecogedor Cristo Resucitado del Bramantino. ¡Qué fuerza de expresión! ¡Qué perfección sublime en los detalles anatómicos! ¡Que osadía humanística y creativa la del pintor que deja volar su imaginación incorporando un hermosísimo paisaje y una misteriosa luna tras la figura del Resucitado! Esta tabla prodigiosa es otro ejemplo más de una obra que sirve para justificar no una, sino una decena de visitas a este Museo. Con este Cristo resucitado del Bramantino, cuidadosamente situado por los diseñadores del museo en una posición muy prominente, fuera de la estructura ordinaria de las salas, nos damos de bruces con el nuevo hombre renacentista, un Hombre que sale de la oscuridad con la misma fuerza que el nazareno escapa de su sepulcro, en toda su plenitud natural. Es una de las pinturas más impresionantes que pueden verse en el Museo, no sólo por su factura, sino por su profundo significado: es Cristo, desde luego, pero también es el “Uomo Nuovo” del Renacimiento.
Con el Quattrocento, la técnica pictórica ya ha alcanzado toda su plenitud. Y entonces ya todo está dispuesto. El elemento humano, la materia, la forma, la técnica y la creatividad…Sí, todo está listo para la aparición del Hombre, como nuevo protagonista del arte y de las ideas.
Cuando llegamos a la sala 5 del Museo y miramos a nuestro alrededor lo comprendemos todo perfectamente. A nuestro alrededor apenas queda rastro de lo divino. Súbitamente, el panorama ha cambiado de raíz (o de base, si se prefiere). Todo lo que vemos en torno a nosotros son ya retratos maravillosos de personajes renacentistas capturados por el pintor en todo su realismo, sin concesiones. Reflejados tal como son. Tal como merecen ser reflejados. El “Hombre Robusto” de Masmines, el fabuloso “Retrato de un Hombre” de Antonello de Messina, el “Retrato del Joven Orante” de Hans Memling…
Y entonces llegamos al cuadro que sintetiza portentosamente este viaje paralelo de la pintura y las ideas hasta el hombre y hasta la realidad. Es el Retrato de Giovanna Tornabuoni, de Ghirlandaio. Ahí están todas las claves. Por primera vez, vemos que la protagonista de la obra es una hermosa joven burguesa que nada tiene que ver ni con el santoral ni con escenas bíblicas o evangélicas. Es una joven bellísima, rubia, de largo cuello, grandes ojos, con la frente afeitada para dar más dimensión al rostro. Está retratada de perfil, como los emperadores en las monedas. Los brocados de su vestido de seda son de una riqueza extraordinaria y están pintados con enorme precisión. Lleva un soberbio colgante de oro y tres enormes perlas.
Pero sobre todo, Giovanna es una mujer, y más aún, una mujer culta y con alma. El pintor ha querido expresar este punto situando un libro en la repisa, poniendo cuidado en hacer que parezca haber sido consultado hace unos instantes. No es un mero objeto decorativo.
Y por si fuera poco, Ghirlandaio añade también al cuadro un papel con unas misteriosas palabras en latín que reproducen un epigrama del poeta hispano Marcial:
“Ars utinam mores, animumque effingere posses, pulchrior in terris nulla tabella foret”
Es decir, “Oh, Arte, si fueras (también) capaz de representar la personalidad, el carácter y el alma, no habría pintura más hermosa sobre la tierra
He aquí pues la declaración de principios que sanciona el milagro humanístico del Renacimiento y marca el punto de partida para la evolución del arte y las ideas a lo largo de la Edad Moderna y Contemporánea. La pintura ya ha vencido en la batalla. El arte, esclavizado hasta el siglo XIV, sometido a la estrecha misión propagandística de lo religioso, ha conquistado por sí mismo la luz y la sombra, la perspectiva, la materia, la textura, el detalle, la forma…Y con todo ello el pintor renacentista ha entronizado al Hombre–representado aquí por una joven semidiosa–en el lugar que antes correspondía estrictamente a lo divino. Pero ahora resta el último desafío, como sugiere el epigrama de Marcial, esto es, la conquista del alma. He ahí el postrer territorio, la última Thule que el Arte ha de franquear. Aun queda el finisterre del universo de las ideas, de los espacios infinitos del alma y del pensamiento. Pero tenemos por delante cinco siglos para conquistarlo.
Y ese será el siguiente viaje que se podrá realizar a través de las salas sucesivas del maravilloso Museo Thyssen.
Pero ahora, merece la pena hacer una pausa en el viaje, y dejar reposar el pensamiento para disfrutar de la suprema hermosura de Giovanna, esa joven misteriosa y sabia que simboliza con su mirada limpia, sabia y firme, el fin de la Edad Media y sus oscuridades.