Joludi Blog

Feb 16
Prodigios, profecías, melancolía…
Se suceden los prodigios conmovedores. En apenas unas horas, tiene lugar una lluvia de piedras, un rayo cae sobre la cúpula de San Pedro, un asteroide amaga con destruir nuestro planeta y el Papa cesante nombra un...

Prodigios, profecías, melancolía…

Se suceden los prodigios conmovedores. En apenas unas horas, tiene lugar una lluvia de piedras, un rayo cae sobre la cúpula de San Pedro, un asteroide amaga con destruir nuestro planeta y el Papa cesante nombra un nuevo jefe del IOR, el Banco Vaticano.

En particular, esto último nos llena de perplejidad.

No se acaba de entender cómo un Pontífice dimitido, que se confiesa sin fuerzas, y que dice pensar ya tan solo en esconderse del mundo, tiene ahora la inmensa energía de comprometer a su sucesor nombrando a un nuevo jefe de las finanzas vaticanas. Y para colmo, nombra para ese puesto a una persona que es, notoriamente, dueña de una gran empresa fabricante de barcos de guerra…

Aquí acaban las asombrosas similitudes entre este Papa dimisionario y el Papa cesante de la película profética de Nani Moretti. Este último, ese viejecito entrañable y desorientado que interpreta Piccoli, no pega que hubiera aprovechado sus últimos instantes en San Pedro para hacer nombramientos controvertidos en el mundo del dinero…

El IOR, (cuyo nombre evoca inevitablemente un jingle de un detergente) nació en 1946, cuando la Santa Sede estaba virtualmente quebrada, como consecuencia de los esfuerzos financieros realizados por el Vaticano (algunos de ellos loables) durante la Segunda Guerra Mundial. No tardó mucho en convertirse este Instituto en un refugio del dinero negro de toda especie y consiguientemente en escenario para toda clase de oscuras conjuras.

En fin, lluvias de piedras. Signos inquietantes en el cielo. Confusión y tribulaciones sin cuento en los pasillos imperiales. Cuando en la antigua Roma ocurrían cosas así, los magistrados ordenaban celebrar novemdiales, es decir, sacrificios reparatorios, realizados sin descanso ni interrupción durante nueve largos días. Solo así se podría aspirar a calmar la cólera de las divinidades indudablemente ofendidas. El olor de la carne quemada servía al menos para ocultar otros olores fétidos que parecían haber impregnado cada rincón de la Ciudad Eterna.

Pero nosotros no tenemos magistrados que organicen novemdiales, Y a falta de esos humeantes sacrificios, nos las vemos solos ante estos fenómenos alarmantes. Y son tantos y tan enigmáticos, que acabamos por sumirnos en la melancolía, ese efecto secundario de lo inexplicable.