Joludi Blog

Sep 18
¡Conseguid el oro!.
Me ha dicho un buen amigo que no puede ser exacto lo que escribí ayer respecto al oro. Parece muy difícil de creer (“muy fuerte”, como se dice ahora) que todo el oro extraído de la tierra a lo largo de los siglos pueda caber...

¡Conseguid el oro!.

Me ha dicho un buen amigo que no puede ser exacto lo que escribí ayer respecto al oro. Parece muy difícil de creer (“muy fuerte”, como se dice ahora) que todo el oro extraído de la tierra a lo largo de los siglos pueda caber cómodamente en los depósitos de uno sólo de los miles petroleros que navegan en estos momentos por los mares. Y parece aún más difícil de creer que la gigantesca crisis financiera en la que estamos metidos, haya producido un agujero cuyo valor supera al de todo ese oro.

Pero así es. La crisis se ha llevado por delante algo que vale más que todo el dorado metal trabajosamente sacado de las vísceras del planeta.

Se ha llevado por delante todo el oro.

El inmenso oro de Nubia que hizo a los Faraones los hombres más poderosos de la Tierra.

El oro de Lydia con el que se fundieron las primeras monedas que enseñaron al hombre lo fácil que es comprarlo todo.

El oro que los marinos fenicios cambiaban por azafrán y estaño. El oro del becerro dorado al que veneraron los judíos. El oro del Tabernáculo que luego construyeron siguiendo órdenes divinas.

El oro de las corazas de los héroes de Homero y el oro de las grandes liras en las que se inventó la música.

El oro que empujó a Alejandro el Grande a cruzar el Helesponto con 40.000 hombres, en busca del incalculabe tesoro Persa.

El oro de las minas hispanas, que hizo estallar las interminables guerras púnicas.

El oro que usurpó César a los galos y a los germanos, para pagar todas las deudas de Roma y dotar de coturnos dorados a las matronas de la urbe.

El oro que Carlomagno arrebató a los Avaros, con el que forjó su
corona de sagrado Emperador de Occidente.

El oro que hizo posible que zarpasen los barcos normandos a la
conquista de la Gran Bretaña.

El oro del portentoso Kublai Khan, que asombró a Marco Polo.

El oro con el que los venecianos fundieron sus primeros ducados.

El oro que el rey Fernando el Católico encargó buscar en América a toda costa diciendo “conseguid el oro, humanamente si es posible, pero conseguidlo”.

El oro que exigió implacable Hernán Cortés para comprar la vida del infeliz caudillo de los aztecas. El oro de Atahualpa que Pizarro hizo traer de Cuzco y Pachamac, en ciento setenta y ocho cargas que hicieron rebosar los aposentos del palacio inca.

El oro de Brasil. El oro de Sudáfrica. El oro de Alaska.

El oro de Moscú. El oro de Fort Knox. El oro de Bretton Woods.

El oro de las medallas de los guerreros. El oro de las copas de los
festines. El oro de los trajes de las reinas.

El oro de Quevedo. El oro de Rubén.

El oro que es el padre putativo de la risa y el amo indiscutible del pan. El oro que es el alma de la roca, el alcaloide de la luz, el caballero invencible. El oro que no se corrompe jamás, pero que alcanza a corromperlo casi todo.

Todo ese oro que ha dado sentido y a la vez arruinado la vida del género humano desde hace 6000 años… todo ese oro digo, y digo bien, no supera en valor al agujero creado en apenas un par de años por un grupito de pícaros y canallas de yankilandia, bien entrenados en las artimañas de la ingeniería financiera. Y que ahora apuran sus cócteles viendo el atardecer en algún lugar del Caribe.

Así son las cosas.