Joludi Blog

Sep 21
Versiones no Coincidentes.
“Una leyenda bien conocida nos habla de un remoto rincón de Armenia en el que floreció un país donde la gente era feliz. Quizá la razón de esta felicidad residía en el hecho de que el país estaba gobernado por un viejo juez...

Versiones no Coincidentes.

“Una leyenda bien conocida nos habla de un remoto rincón de Armenia en el que floreció un país donde la gente era feliz. Quizá la razón de esta felicidad residía en el hecho de que el país estaba gobernado por un viejo juez sabio, que gobernaba con bondad y criterio. Le asesoraban dos ministros. Uno de ellos era un monje y otro un maestro. Ambos aportaban diferentes puntos de vista a cada problema, a veces contrapuestos, y de ese modo, al juez rey le resultaba más fácil tomar la decisión correcta.
Un día, surgió en aquel país feliz un importante conflicto. Ocurrió que el monje ministro comenzó a sentir celos de la creciente influencia del maestro ministro en las decisiones que tomaba el juez rey. Además, le preocupaba al monje el estado deplorable de los conventos del país, muy empobrecidos por la escasez de los últimos años y la tendencia de la gente a reducir la cuantía de las limosnas.
Fue así como el ministro monje perdió de algún modo la cabeza. Y comenzó a dirigirse con insolencia al juez rey para exigir una mayor contribución de las arcas publicas para la compra de Biblias y su reparto gratuito entre los ciudadanos.
El ministro maestro sostenía que ni una moneda del dinero público debería dedicarse a comprar mas libros sagrados. Veía la religión como poco más que una simple superstición.
El conflicto entre los partidarios del monje y los partidarios del maestro se hizo insufrible. Hasta llevar al país a una situación casi de guerra civil.
El juez rey tuvo entonces una idea. Para resolver la disputa todo lo que había que hacer era instruir un proceso. El acusador sería el maestro. El defensor sería el monje. Y el asunto sería la existencia de Dios. Una vez desarrollado este juicio y dictada sentencia, el conflicto civil debería desaparecer.
Llegado el momento de celebración del juicio, el maestro, en su condición de acusador, realizó un buen discurso, razonando con habilidad en torno a las dificultades para creer en la existencia de Dios siendo el mundo tan cruel en ocasiones, incluso con los más inocentes. Pero no pudo presentar ningún testigo. No encontró a nadie que testificase diciendo que Dios no existía. Eso debilitó mucho su posición procesal, según dijeron los expertos.
En cambio, el ministro monje presentó tres testigos cualificados que declararon apasionadamente la existencia de Dios.
El primero de estos testigos era un poeta, que decía haber sentido la presencia de Dios en su corazón, mientras escribía sus poemas de amor.
El segundo de los testigos era un general, que estaba seguro de haber contado con la ayuda de Dios en su última batalla contra los malvados e impíos kazajos.
El tercer testigo era un cirujano, que tenía la certeza de haber sido auxiliado por la mano divina en incontables intervenciones realizadas a los pacientes. 
Estando así las cosas, el juez rey pensó que no tendría más remedio que dictaminar a favor de la existencia de Dios. Pero antes de hacerlo quisó pensar en profundidad en el asunto. Y documentarse bien.
–Dictaré sentencia mañana–le dijo el juez rey a sus ministros–pero quiero analizar el asunto con cuidado y realizar algunas pesquisas. Se cierra la sesión hasta mañana a la misma hora.
Al día siguiente, el juez rey se presentó en la gran sala con una gran Biblia bajo el brazo. El ministro monje sonrió pues le pareció que aquel era un signo indudable de su inminente victoria.
Abierta la sesión nuevamente, el juez rey comenzó leyendo en voz alta un texto en la Biblia que había traído.
Se trataba de aquel episodio del Libro de Daniel en el que se acusa a una mujer llamada Susana de haber realizado actos impuros con un jovencito, a la sombra de un gran árbol. El texto dice que había tres testigos diferentes de aquel delito. Para resolver la cuestión, el juez llamó en privado a cada uno de los testigos y les pidió que describiesen el árbol. Como cada testigo habló de un arbol diferente, Susana fue absuelta.
–Esta historia bíblica me ha ayudado a dictar sentencia–declaró el juez rey cerrando el gran libro en el que había leído la historia de Susana.
Inspirado por este texto, os informo que he aprovechado el día de ayer–prosiguió el juez– para convocar en privado a los tres testigos de la defensa: el poeta, el general y el médico. Y en privado le he preguntado a cada uno de ellos sobre cómo era el Dios en el que creían. El poeta me ha descrito a su Dios como el ser que mueve e inspira los corazones de los hombres y las mujeres hacia el amor infinito o hacia el más cruel de los desdenes. El general me ha informado de que Dios es un poderoso aliado de nuestras fuerzas armadas, que se dedica principalmente a administrar la muerte o la vida en el campo de batalla. Y el médico me ha dicho que Dios es el artífice de todas las enfermedades y al mismo tiempo el artífice de cuantos remedios las alivian.
Un silencio sepulcral se extendió por la sala tras escuchar estas palabras del juez rey, quien continuó su discurso.
–Tengo serias dudas respecto a que estas tres personas a las que he convocado en privado estén hablando de la misma persona o cosa. Sus versiones no coinciden. Por lo tanto, no tengo otra opción que suspender este juicio por falta de pruebas, y no sentenciaré ni a favor ni en contra de la existencia de Dios.
Y fue así como concluyó aquel famoso proceso del reino de Armenia sobre la existencia de Dios. Fue una decisión que no contentó a todos, pero se estimó con el tiempo como muy sabia y prudente.
Lo malo es que no se pudo acabar con el conflicto entre los partidarios de la Biblia y sus opositores. Se me ha dicho que la disputa ha proseguido hasta nuestros días. Arreciando últimamente.”