
Pena de Minas
Hay muchos infiernos en el mundo. Algunos, tal vez la mayoría, no hay que ir a buscarlos muy lejos, pues los llevamos dentro.
Otros, en cambio, se esconden en lugares más o menos remotos, casi siempre en las entrañas de la tierra. Es característico de la cultura judeocristiana pensar que lo divino está arriba y lo diabólico abajo.
Uno de esos lugares infernales podrían ser las inmensas minas de Almadén.
Allí, en aquella Sisapo manchega ya mencionada por Plinio (Sisapo, del latín sapare, zapar, excavar…), durante más de dos milenios, decenas de miles de seres humanos perdieron la luz del día y dejaron su salud y sus vidas para arrancar a la tierra un puñado de rocas rojas.
Hoy ya no hay actividad minera en ese Tántalo sulfuroso de Almadén, pero aún es posible visitar el laberinto de más de 40 kilómetros de galerías, algunas excavadas a 700 metros de profundidad. Y aún se escucha en esas húmedas oquedades, habitadas ya solo por murciélagos que revolotean por las simas, el eco del oscuro horror mineral y el grito de la interminable de la explotación del hombre por el hombre. Es el escalofrío del gélido mercurio, que da nombre al taimado dios griego del Comercio y el Dinero, el Hermes al que se consagraban los ladrones, como nos recordaba César, y que ya de niño se divertía robando el ganado de su hermano Apolo que Admeto cuidaba. El escalofrío del agua de plata en la que los alquimistas veían encarnados los principios de lo Húmedo y lo Frío, que necesariamente debían combinarse con los principios de lo Seco y Caliente, sintetizados en el azufre, lo que convertía el cinabrio-sulfuro de mercurio-en la Sustancia Completa, en la fusión de los Cuatro Principios herméticos y en el punto de partida de toda búsqueda filosófica del oro. El oro que surgiría como vástago de los esponsales místicos de la esquiva y mercurial Atalanta y su perseguidor esforzado, el viejo Azufre, en un laberinto esotérico como el que describió van Vreeswick en aquel grabado que hizo meditar tanto a Jung.
Almadén, en el siglo XVI, sirvió a Carlos V como hipoteca para financiar su campaña política como candidato a llevar la corona del Sacro Imperio Germánico (también sirvió para los mismos fines de respaldo a la deuda pública en el XIX, a beneficio esta vez de los Rotschild y de poco no hubiera servido a Franco para financiarse aún mejor de no ser por la fiera defensa que hicieron de sus minas los obreros de Almadén hasta la misma víspera de la entrada de los “nacionales” en Madrid, y que inspiró a Calder para crear una hermosa obra de arte con forma de fuente de mercurio que se expuso en París, en 1937, en homenaje a aquellos mineros indomeñables).
No pudiendo hacer frente a sus deudas, pero ya Emperador, Carlos entregó la explotación de las minas a sus banqueros centroeuropeos, los Fúcares. Pero, ay, los Fúcares necesitaban mano de obra para rentabilizar de verdad ese increible emporio mineral. Así que consiguieron que se crease, solo para ellos (es prerrogativa intemporal de los banqueros que se hagan leyes a su medida y beneficio), una terrible variante de la pena de galeras: la pena de minas. O sea, como se ve, la historia de siempre: deuda pública, explotación, leyes ad hoc para los poderosos…
A las minas de Almadén comenzaron a llegar presos condenados a remar por parejas en aquellos malacates (los grandes tornos de achique, de malacatl, palabra tomada de los forzados de ultramar que hablaban nahuatl).
Surgieron los galeotes de minas, aún más infelices, si cabe, que los galeotes de mar.
Podían ser condenados por cualquier cosa aquellos forzados, porque había mucha necesidad de mano de obra. Muchos de ellos, por ejemplo, eran gitanos o moriscos, que pagaban en las minas el simple delito de haber hablado en su jerigonza en presencia de algún alguacil. Otros entraban en los pozos por blasfemar, o por algún hurto menor, después de haber sido concienzudamente torturados para confesar. Y ninguno de esos condenados volvía a ver la luz del día en 10 interminables años. La luz de su vida se apagaba tan pronto entraban ponían el pie en ese Hades mineral. Desde los infectos calabozos subterráneos de la cárcel de forzados, la temible “Crujía”, una galería los conducía cada mañana directamente al interior de la mina. Al terminar la jornada, extenuados por el esfuerzo y el hambre, y si habían conseguido sobrevivir un día más al veneno de los vapores mercuriales o al derrumbe de alguna pared de los pozos, iniciaban el retorno a las celdas de la Crujía, caminando como espectros encadenados por la galería, sin que les fuera dado atisbar siquiera un rayo de luz del sol de atardecer que se ocultaba tras los farallones para aliviar al menos un instante el frío infinito del hidrargirismo. Muy pocos cumplían los 10 años de pena, porque muy pocos resistían ese plazo sin perecer de agotamiento, de mal de azogue o de melancolía. Tal vez solo salía vivo uno de cada seis o siete, como mucho. Por eso la pena de minas era peor que la condena capital.
A finales del siglo XVIII, Agustín de Betancour, ese genial ingeniero ilustrado canario que acabó siendo Ministro de Transportes del Zar Alejandro, urbanista de San Petersburgo y fundador de la Escuela de Caminos de Rusia, visitó Almadén para levantar acta de lo que era aquel infierno y hacer saber a la Corona el desastre moral, sanitario y logístico que tenía lugar en aquellas interminables galerías manchegas. Un médico francés llamado Jussieu ya había explicado mucho antes que el veneno de los vapores de mercurio aniquilaba a los forzados con la misma eficacia que la brutalidad de los capataces (algo que ya se sabía por cierto desde Plinio, que calificaba al mercurio como el peor de los venenos). Idénticas denuncias hicieron otros médicos como López de Arévalo o Parés, o el naturalista irlandés William Bowles. Pero ninguna autoridad hizo nada por detener el horror. Era demasiado importante para la Corona que la máquina diabólica de Almadén siguiese funcionando. El mercurio que allí se arrancaba a la tierra, horneando el cinabrio en enormes hornos, era esencial para amalgamar la plata que se obtenía en las minas de Perú y cruzaba el Atlántico para ello. Y esa plata era a su vez esencial para mantener las debilísimas finanzas de la monarquía.
Solo la rebeldía de aquellos esclavos, unida a la razón económica, la misma razón económica que llevó a tantos hombres a esa muerte oscura del cinabrio, acabó un buen día con la pena de minas. Tras un pavoroso incendio (ardieron millares de vigas del entibado de las galerías) que fue provocado por los mismos galeotes e interrumpió durante tres años las labores de extracción, los negreros dejaron de confiar en el trabajo de aquellos forzados: “executaban mal las lavores y las más veces inhavilitaban el uso de las bombas, hechando piedras en los cilindros y tirando por los pozos los minerales”
Y fue así como en 1799 (casualmente el mismo año en el que los mineros escoceses se libraron de la condición de esclavos), una Real Orden de Carlos IV decretó que “por ningún Juez se condene reo alguno al presidio y trabajo de sus Reales Minas de Azogue de Almadén”. La Real Cárcel de Forzados y Esclavos fue clausurada dos años después y los supervivientes fueron trasladados al penal de Ceuta.
Dejó de haber forzados en Almadén, pero el trabajo, en condiciones de semi-esclavitud, prosiguió durante dos siglos, hasta que la mina se cerró hace una década para convertirse en un parque minero abierto a los turistas. Durante esos dos largos siglos, los mineros del cinabrio siguieron muriendo envenenados, con el cerebro agujereado por el mercurio, como si tuviesen Alzheimer. O muriendo simplemente de tristeza y desesperación por no encontrar otra forma de ganarse la vida. Que ahora todo eso sea un simple recuerdo que se despliega atroz ante los visitantes, no deja de aportar esperanza en la capacidad del ser humano para redimirse de sus propios horrores.
Pedro, el minero jubilado que ahora conduce a los turistas que se animan a descender hasta las viejas galerías, y les explica cómo era la vida cuando él trabajaba en la mina, tal como lo hicieron sus antepasados, cuenta que cuando era un niño, durante las horas en las que su padre estaba en la mina, se guardaba siempre una especie de silencio y calma respetuosa, como de luto, porque nadie tenía derecho a jugar ni a cantar hasta que el padre retornase vivo al llegar el ocaso. Solo entonces podía comenzar el juego, o podían encenderse las radios. Solo entonces. Y solo entonces se escuchaba el canto de los mineros (todos los mineros del mundo cantan, desde los de Escocia hasta los de La Unión, y a menudo lo hacen a coro, expresando con canciones el amor a la vida y a luz y la solidaridad en la pena…)
Ese luto preventivo era como descontar la muerte, de tan próxima que se sentía.