
Mercurio y Oro.
Me han hecho una pregunta sobre mi referencia reciente a Agustín de Betancourt, en relación con la cúpula de la catedral de San Isaac en San Petersburgo. Un lector me ha indicado que difícilmente pudo nuestro Davinci canario haber concebido esa fascinante cúpula dorada, pues cuando se inició la reconstrucción de la Isaakievski Sobor, el genial ingeniero llevaba ya más de una década muerto.
Eso es cierto. Creo que la reconstrucción de San Isaac se inició en 1834 y se concluyó en 1841. O algo más tarde. Y es verdad que Betancourt murió en 1824. Pero puedo confirmar también que pese a todo esa obra pertenece a Betancourt, y muy en particular le corresponde el mérito de la prodigiosa cúpula dorada que ilumina la vieja capital de todas las Rusias.
El zar Alejandro I le hizo personalmente a Agustín de Betancourt el encargo de reconstruir la catedral, en 1816. El ingeniero español a su vez designó a August de Montferrand como arquitecto (el de la colosal Feria de Nishny Novogorod) y le proporcionó los los planos y los cálculos minuciosos para rematar la catedral con una cúpula de un tamaño como nunca se había visto en Rusia.
Por desgracia para Betancourt, las obras se demoraron casi veinte años, lo que impidió que Betancourt pudiera ver brillar la cúpula de San Isaac. Pero esa cúpula le pertenece, ya lo creo.
Me referí a este tema en un reciente post sobre Almadén y sus minas de mercurio. Allí indiqué que este prodigioso canario, que fue ingeniero internacional y espía tecnológico avant la lettre, y que para muchos solo evoca el nombre de una conocida calle de Madrid, debería ser asociado a la tecnología de las primeras máquinas de vapor, a las primeras grandes obras hidráulicas en España, a los comienzos del moderno urbanismo y hasta al nacimiento de los globos aerostáticos.
Hablé de Betancourt, sí, con relación a Almadén, porque viajó hasta esas minas a finales del siglo XVIII y pasó allí una temporada preparando un informe para la Corona. Un informe escrito a mano que ahora está editado en facsimil, para que podamos disfrutar de la caligrafía lúcida, perfecta y vigorosa del autor.
Quién sabe si durante los meses que Betancourt pasó en Almadén (aún existe la casa en la que vivió y pasé varias veces con mi bicicleta delante de ella durante mi reciente visita), este Leonardo español ya tenía en la cabeza su cúpula de San Petersburgo. Lo digo porque el oro de la catedral solo pudo aplicarse con ayuda de ingentes cantidades de mercurio. Mercurio que sin duda provenía de las minas de Ciudad Real. El procedimiento era sencillo y Betancourt lo conocía a la perfección, especialmente después de tanto tiempo en Almadén. Se extendía sobre la cúpula la amalgama de mercurio y oro y luego se aplicaba la llama para que el mercurio se separase del oro en forma de vapor. Lo malo, ay, es que ese vapor era un terrible veneno. Se calcula que murieron azogados no menos de 60 trabajadores durante la construcción de esa maravilla arquitectónica.
Quizá si Betancourt hubiese estado vivo no habría tenido lugar esa tragedia, porque a él le constaba el riesgo sanitario de esa tecnología de separación mediante calor del mercurio y el oro, descubierta por Bartolomé de Medina dos siglos atrás y puesta en práctica en los patios de las mansiones coloniales. En los patios, sí, precisamente para facilitar la aireación durante el proceso.
El vapor de mercurio destruye el sistema nervioso por una razón muy “lógica”. Este metal tiene una tendencia natural a unirse con el azufre. Y precisamente por eso lo encontramos siempre en el planeta Tierra en forma de cinabrio, que no es sino sulfuro de mercurio. Ahora bien, si introducimos en el organismo el vapor de mercurio, el resultado es que se combina con el azufre que contienen nuestras células y las destruye, especialmente las del sistema nervioso, donde el azufre orgánico es más abundante y necesario y no sirve de mucho convertido en cinabrio.
La “pasión” del mercurio por el azufre era algo ante lo que los alquimistas se maravillaban. Estaban convencidos de que el cinabrio, resultado del maridaje de azufre y mercurio, era oro en potencia. Oro en un estado intermedio de su desarrollo hacia la perfección, como todo en el mundo. En el cinabrio, el Mercurio, que sintetizaba dos de los Elementos de la Materia (Lo Frío y Lo Húmedo) se dejaba seducir por el Azufre, que sintetizaba los otros dos (Lo Seco y lo Caliente). Este maridaje filosofal que llevaba a la integración de los Cuatro Elementos de la materia en una única sustancia, era uno de los principios básicos del saber hermético (y recordemos que hermético viene de Hermes, el dios Mercurio).
La combinación de azufre y mercurio en el cinabrio era por lo tanto para los alquimistas como la combinación del ying y el yang de los chinos. Y esto no es solo una metáfora. También para los chinos el cinabrio era la piedra mística por excelencia. Los equivalentes taoistas a nuestros alquimistas, pensaban que el sulfuro de mercurio era la sustancia idónea para hacer la transmutación filosofal, el proceso que proporcionaría el ansiado oro mercurial (jindan). Estos químicos chinos pensaban que la piedra de cinabrio (dan) era a su vez solo un reflejo exterior del “cinabrio interior” (neidan), esto es, la energía mística que produciría la espiritualización y revitalización inmortal de las energías del cuerpo…
Por desgracia, como Betancourt sabía muy bien, el mercurio conducía más bien a la muerte que a la vida. Ese elemento frío del mercurio hermético se correlaciona, ay, con la gelidez insoportable de los pobres forzados azogados, temblando y ateridos de frío, pese a estar cubiertos de mantas y próximos al fuego.
Y la belleza metálica que el cinabrio ayudaba a producir, no era sino el reverso infame del hidrargirismo y del sufrimiento atroz de los galeotes de la mina. Suele ocurrir.