
Una mala noche.
Duermo el viernes entre los muros inabarcables de una fortaleza del siglo XI, en lo alto de una colina. Pero duermo mal. Cometo el error de leer, en la cama, las noticias del día. Y ver los vídeos correspondientes, en la Ipad. Uno de esos vídeos habla del Monte Gurugú, que conozco bien. Allí veo cómo se hacinan los subsaharianos intentando aprovechar descuidos de la Guardia Civil. Algunos llevan meses o años esperando saltar la valla. Cada vez que tratan de hacerlo son golpeados. Y los golpes son tantos y tan frecuentes que muchos de ellos agonizan. Y mueren allí mismo, en el bosque del Gurugú. Entonces les entierran sus propios compañeros. Junto a cualquier árbol. Como a un perrito. No son nadie. Y son enterrados como lo que son. O como lo que no son. Lo cuenta un documental estremecedor filmado por la cineasta italana Sara Creta. Cierro el vídeo consternado. Y entonces abro otro en el que unos sirios decapitan a otros sirios. Pero lo hacen delante de una multitud que graba la escena con sus móviles. No usan todos esos móviles de última generación para pedir ayuda y evitar el crimen. Los usan para grabar. Para demostrar que ellos vieron la atrocidad. Para probar que ellos fueron espectadores, esa variante del Mal de la que ninguno de nosotros estamos a salvo. Más odiosa por ello.