
Lo simple, lo complicado, los filandones y la Paradoja de Ariadna.
Marta se extraña de mi obsesión por las raíces de las palabras y por su significado etimológico…Me pide que le cuente de una vez, de una forma simple, el por qué de esta manía que tengo por encontrar los antepasados de las palabras que usamos y estar siempre contando de donde viene esto o aquello.
Así que una forma “simple”, eh..Tiene que ser…simple.
Pues me viene al pelo la palabra simple, mira por dónde.
Porque simple es una palabra derivada del sim o sem latino, que significa uno, como el griego en (licet semel in anno insanire, decía San Agustín, es lícito perder el juicio una vez al año..), y la raíz indoeuropea park o prak, que significa lazo o pliegue, como el verbo griego pleko que significa plegar.
Simplex, pues, es la palabra latina para referirse a algo sencillo..
O sea que simple viene a ser lo que tiene un solo pliegue. Lo opuesto a com-plicado, lo que tiene (muchos) pliegues.
Ojo, simple sería no lo que carece de pliegues, sino lo que no tiene excesivos pliegues.
Esto ya es interesante, pues sugiere que los antiguos ya sabían que no cabe esperar cosas, conceptos o personas sin pliegues, sino que lo más que cabe esperar es un solo pliegue, en el mejor de los casos…He ahí ya una interesante reflexión que nace del pensar etimológico.
Pero ya que estamos en el pliegue, podemos seguir paseando por el mismo territorio lingüístico. Conocer la raíz park/pliegue, nos hace entender mejor que ex-plicar no es sino des-plegar la verdad de una cosa, devolverla a su naturaleza prístina, mostrarla tal como era antes de los plegamientos que han ocultado su esencia y com-plicado su comprensión.
También entendemos que quien su-plica está, en sentido profundo, arrodillándose, ple-gándose ante otro para implorarle algo. Porque el ritual de sumisión universal es precisamente hincar la rodilla, como ha explicado maravillosamente Walter Burkert. Doblarse, hincar la rodilla , el supplex o supplicatio de los romanos, la proskynesis de los griegos, la histahawa de los hebreos, era lo que exigían desde los reyes persas a los señores feudales europeos. El súbdito tenía que humillarse (humilis, el que toca el humus, el suelo) ante el poderoso y besarle los pies, lo que lo forzaba a pleg-arse (así se debía hacer, protocolariamente, con los Papas, hasta no hace mucho, argumentando que también Cristo dejó que una pecadora besase sus pies). Pleg-arse, sí, como lo hace el que reza arrodillado, para elevar su ple-garia al cielo…
Del mismo modo, entendemos que nuestro cóm-plice es aquel que se entrelaza con nosotros, que se im-plica con nuestro propósito.
Y también comprendemos que cuando ple-gamos y ple-gamos un papel o una tela, estamos du-plicando, tri-plicando o multi-plicando sus capas…O que quien re-plica está devolviendo a su interlocutor un punto de vista, como quien pliega un tejido en otra dirección…
Hablando de tejidos, esto me recuerda que en la Antigua Roma existían las plicatrices (plicatrix), que no eran sino las planchadoras profesionales. Su arte no era tanto el suprimir los pliegues o arrugas, sino más bien fijar los pliegues en el lugar preciso. La elegancia estaba ahí precisamente; en llevar siempre el pliegue perfecto, la raya de la toga perfectamente definida. El arte era también en esencia el dominio del pliegue; del pliegue sobre el pliegue, hasta llegar a ese paroxismo patológico del pliegue que fue el arte barroco.
Este de las plicatrices era un oficio estrictamente femenino, como el oficio del hilado o el tejido. Lo cual nos evoca, por cierto, la llamada “Paradoja de Ariadna”, que en síntesis se refiere al extraño hecho de que es una mujer la que con su hilo libera a Teseo del Laberinto (laberinto que no es sino un pliegue com-plejo de muros que se doblan sobre sí mismos), y esa salvación por el hilo, por el filos, representa la primera formulación del poder del logos, de la superioridad del verbo, de la razón y del pensamiento narrativo (filandón, se llamaba en las tierras de León a la reunión ancestral de mujeres en torno a la hoguera para hilar y contar historias).
Pero, y aquí está la Paradoja de Ariadna, ese mismo logos y esa racionalidad, esa fría capacidad de des-plegar el ovillo para explicar narrativamente el laberíntico mundo y salvar al ser humano de la animalidad, se le niega después a la mujer…
La mujer se queda con el hilo y con el huso, pero se le niega el logos, se la reduce al filandón en torno a la hoguera…
Y pongo aquí punto final. Me re-pliego sobre mí mismo. Ya basta este des-pliegue de verborrea para ex-plicar el por qué de mi amor por las raíces de las palabras.
Un amor que como todo verdadero amor, te lleva hacia territorios que nunca imaginas que algún día pudieras llega a explorar…