Joludi Blog

Oct 26
Pensar engorda.
Cada mañana, cuando me levanto, solo me permito a mí mismo, una simple taza de café con leche muy caliente. No hago un desayuno, propiamente, hasta que no escribo algo. Esto es una forma de automotivarme. No se come hasta que no se...

Pensar engorda.

Cada mañana, cuando me levanto, solo me permito a mí mismo, una simple taza de café con leche muy caliente. No hago un desayuno, propiamente, hasta que no escribo algo. Esto es una forma de automotivarme. No se come hasta que no se escribe. Me enseñó este truco un viejo creativo de publicidad, que no nos dejaba ir a comer hasta que el “brainstorming” se revelaba fructífero. Nadie piensa bien con el estómago lleno. Solo cuando he dejado listo terminado mi primer “post” del día, me concedo a mí mismo el premio de un buen desayuno. En esos momentos, la verdad, podría devorar-y devoro- cualquier cosa. Pero ahora me entero de que mis desayunos pantagruelicos tienen un sutil fundamento bioquímico. Según parece, pensar da mucha hambre (sí, acéptame la pequeña vanidad de proclamar que estos textos matutinos requieren cierta dosis de pensamiento). Se trata de una investigación publicada en Psychosomatic Medicine. Según sus autores, una sesión de trabajo mental sencillo de 45 minutos (justo lo que me cuesta escribir mi primera entrega de cada mañana), excita el apetito de tal manera, que nos impulsa a ingerir 203 calorías adicionales. Si el trabajo mental es intenso (seguro que yo no llego a tanto), el total de energía que estamos dispuestos a consumir de inmediato alcanza las 458 calorías. ¿A qué se debe esta voracidad inducida por la actividad cerebral?. Parece ser que el trabajo mental intenso produce altas fluctuaciones en los niveles de glucosa e insulina en mi sangre. Estas fluctuaciones obligan a mi sistema hormonal a dar la señal de alarma al estómago, indicando, mediante la sensación de hambre, la necesidad imperiosa de aumentar la entrada de energía. En realidad, es todo mentira. No tengo necesidad de más calorías. El trabajo mental que he hecho apenas me ha exigido un par de docenas de calorías adicionales a las que consume mi metabolismo basal (es decir, el estado de reposo). Pero mi organismo está convencido de que no es así ya que está teniendo en cuenta las anomalías que están ocurriendo en mi bioquímica cerebral (oh, sí, el trabajo mental intenso es una anomalía). Y, erróneamente, mi sistema de comunicaciones hormonales me impulsa fatalmente hacia las tostadas con mermelada. Como ya habrás intuido, este proceso es diabólico. Si pensar da mucha hambre y sin embargo no consume apenas calorías, está claro que la actividad mental intensa es normalmente una condena inexorable al sobrepeso. Pensar engorda. Pensar mucho engorda mucho.