Joludi Blog

Abr 6
15 minutos en una capilla de Toledo.
15 minutos. 15 escasos minutos. Eso es todo el tiempo que han asignado los organizadores de El Griego de Toledo, para que los visitantes podamos disfrutar del lienzo que muestra a San José con su hijo en el...

15 minutos en una capilla de Toledo.

15 minutos. 15 escasos minutos. Eso es todo el tiempo que han asignado los organizadores de El Griego de Toledo, para que los visitantes podamos disfrutar del lienzo que muestra a San José con su hijo en el retablo de la Capilla homónima, escondida en un rincón de la calle Núñez de Arce de Toledo, antes calle del Correo. En esos 15 minutos tiene uno que arreglarselas para pensarlo y sentirlo todo. 

15 minutos para pensar y sentir ese San José tan insólitamente joven. 15 minutos para intentar recordar, sin éxito, otro cuadro de la iconografía sagrada universal en el que San José no sea una bien distinta figura anciana, con mirada siempre perdida o resignada, y expresión muy diferente a la de este padre titánico, descomunal y de rostro casi idéntico al que sabemos tenía el pintor, que presta rostro aquí a una figura tan atractiva y paternal como viril. 15 minutos para observar ese igualmente anómalo Jesús niño, pero no bebé, que acaricia amoroso la figura de su progenitor, como expresando su genesíaca vinculación a ese hombre amado. 15 minutos para entender hasta qué punto el cuadro parece ser tan solo una declaración de paternidad de su propio autor, que se autorretrata aquí con su Jorge Manuel, con cuya madre Jerónima jamás se casó, tal vez porque había dejado atrás otra familia en Creta, y temía la acusación de bigamia por parte del Santo Oficio. 15 minutos para meditar sobre esos cielos toledanos tan materiales y metálicos, bambalinas etéreas, asientos de cortes celestiales sin los cuales Domenico no podía concebir ningún paisaje, hasta tal punto estaba ennubecido y tal vez obsesionado por mostrar la existencia real de una ultravida allí arriba, por donde “el Señor llega a Egipto montado sobre una nube" (Isaías 9,1) o donde mora la Divina Sabiduría, cuyo trono solo puede ser “una columna de nube” (Eclesiastés, 24,7). 15 minutos para observar ese oscuro Toledo en el horizonte, en cuya judería encontró tal vez el pintor un espacio que le evocaba su querido sestiere veneciano, del que salió como un proscrito camino de Roma y después de Cartagena y Toledo, por razones que aún no conocemos bien. 15 minutos para comprender que aquella añorada Venecia del XVI, llena de pintores griegos de iconos, como él, que llevaban un siglo trabajando en la laguna tras la caída de Constantinopla, tenía muchas cosas en común con el Toledo de la época, ciudad igualmente paranoica, excesiva, orgullosa y de fusión, en la que lo oriental y lo occidental se fundían mágica, esotéricamente, tal como en las callejas de la Serenísima.

15 minutos para indignarse por el hecho de que esta maravillosa obra de arte solo pueda ser visible por los ciudadanos durante los pocos días que va a durar esta magna exposición del aniversario. 15 minutos para indignarse por los muchos lienzos que faltan para siempre en la capilla, sustituidos por infames copias, y vendidos ignominiosamente, con nocturnidad y alevosía a un marchante francés allá por 1907, sin que ni el Gobierno ni la Iglesia hiciesen nada para evitarlo. 15 minutos para recordar ese vil pelotazo que dio la familia aristrocrática propietaria de la Capilla, los marqueses de Eslava, que vendieron por apenas unos miles de duros esas impagables obras de arte que debían pertenecer ya por entonces, y haber seguido perteneciendo por siempre, a todo el pueblo español, como afirmaba elocuente en aquel tiempo un joven llamado Besteiro, profesor de filosofía en un instituto toledano. 15 minutos para recordar que esa familia navarra aún sigue dando infames pelotazos en nuestros días, ahora con la complicidad de los ayuntamientos y autoridades locales, tal como nos cuentan justo a comienzos de este mes de marzo los periódicos, que nos describen la oscura operación inmobiliaria de Cizur, en las afueras de Pamplona. 15 minutos, por tanto, para entender que la belleza en nuestro país parece ser eterna, tan eterna como, ay, la corrupción, la ignominia y la avaricia que sufrimos. 15 minutos. 15 minutos tan solo. 15 minutos en la Capilla de San José de Toledo. Ese lugar desde donde Teresa rezó y tal vez vio visiones inspiradas precisamente por el óleo del cretense. Visiones que en palabras misma de la Santa, como Hartzfeld nos ha querido demostrar, parecen describir punto por punto la genial forma de pintar del Greco: “…veo un blanco y un rojo de una condición como no se encuentra en parte alguna de la naturaleza, pues resplandece con más brillo y esplendor que los colores que vemos; y veo pinturas como pintor alguno pintó jamás, cuyos modelos no se encuentran en parte alguna de la naturaleza, pero que no obstante, son la naturaleza misma y de la más acabada forma imaginable…”

15 minutos, en fin, para pensar en los misterios de la religión, de la paternidad, de la familia, del paso del tiempo, del desarraigo, de lo occidental y lo oriental, de la irrefrenable avaricia de nuestra especie, y sobre todo de la belleza intemporal que, a veces, solo a veces, se diría que nos redime de todo lo demás.


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