Joludi Blog

Ago 9
Yo estuve aquí.
A Marta le llama la atención un stand publicitario en el aeropuerto de Ibiza que invita a realizar ahí mismo, nada más llegar, la primera selfie de las vacaciones.
Todo parece indicar, pues, que la gente vive (y viaja y hace turismo)...

Yo estuve aquí.

A Marta le llama la atención un stand publicitario en el aeropuerto de Ibiza que invita a realizar ahí mismo, nada más llegar, la primera selfie de las vacaciones. 

Todo parece indicar, pues, que la gente vive (y viaja y hace turismo) en esencia para hacerse selfies. 

Pues muy bien. Pero no es algo nuevo, le digo a Marta. Antes de los teléfonos móviles, con su doble objetivo, ya la Humanidad estaba obsesionada por retratarse a sí misma. Solo ha cambiado la tecnología. Se ha intensificado un viejo fenómeno, que ahora se impregna aún más de vanidad, narcisismo y lo que ahora llaman, me parece, postureo. 

Leon Battista Alberti decía que el padre de la pintura era Narciso. Y mucho antes, allá por el siglo XV a.c, el faraón Akhenaton, al que con justicia podríamos denominar el protoselfista, ordenaba a su pintor de cámara que le retratase junto a su esposa Taheri, dando instrucciones precisas al artista para que redondease bien su tripa, a fin de mostrar que era realmente rico. En aquellos tiempos no se preocupaban mucho por “definir” abdominales…

Una gran parte de las obras maestras de la pintura contienen, de forma más o menos subrepticia, una selfie del artista que las ha realizado. Desde el retrato de los Arnolfini de Van Eyck a la Sixtina de Miguel Angel o a las Meninas de Velázquez. Pasando por numerosas pinturas de El Greco, Vermer, Rembrandt, Goya, Courbet o Van Gogh, en las que el creador encuentra  siempre el modo de incluirse en su creación, aunque sea en la forma de una cabeza decapitada, como es el caso del fabuloso Goliath de Caravaggio.

Y, por supuesto, la historia de la pintura no se puede entender sin el género del autorretrato explícito. Un género contra el que lanzaba sus invectivas Leonardo, por más que él mismo también acabase cediendo a la tentación y uniéndose a los maestros del género como Ghiberti, Filarete, Van der Weyden, Mantegna, Perugino o al más egomaníaco creador de selfies, que fue sin duda Durero, quien era tan vanidoso que firmaba sus obras con A.D seguido de la fecha, jugando así con la ambigüedad entre sus iniciales y la expresión referida al nacimiento de Dios. Siglos después de Durero, el género selfie evolucionaría hasta el paroxismo, con los selfies refinadísimos y cargados de significación de Gauguin, Magritte, Munch o por supuesto Frida Kahlo. La famosa Mierda de Artista de Manzoni, de la que Marichi y Roberto nos hablaban anoche mientras llegábamos al éxtasis con una fideua sublime, puede verse como el punto de partida de buena parte del arte contemporáneo y al mismo tiempo como una forma muy parcial y muy extrema del fenómeno selfie.

Lo que ahora vivimos es simplemente el paroxismo de algo que es tan antiguo como aquel hombre mismo de las cavernas que impregnaba las paredes de la cueva con su mano. 

Si Walter Benjamin viviera, escribiría un sesudo tratado sobre el autorretrato en la época de la reproducción mecánica (y dedicaría tal vez un capítulo al boom de los tatuajes, que sin duda tiene una génesis vinculada). Quizá nos ayudaría Benjamin a entender un poco mejor esta novísima furia autorreferencial, esta asombrosa pasión autorrepresentativa colectiva a la que nadie quiere permanecer ajeno, este extraño fenómeno contemporáneo del autorretrato fotográfico nacido para ser compartido inmediatamente y que, al fin y al cabo, quizá no sea sino un simple trasunto de ese gran misterio velado del mundo que representa el yo. Un yo que busca la manera de afirmar que existe. Un yo que ansía desesperadamente subsistir. Un yo que proclama que estuvo, en fin, aquí.


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