Joludi Blog

Sep 17
Religión y Violencia.
“Todas las religiones promueven los ideales de compasión, justicia y respeto por la dignidad de la vida”.
Esto es lo que se dice en el informe del Grupo de Alto Nivel de Alianza de Civilizaciones (2006).
Es decir, estamos ante...

Religión y Violencia.

Todas las religiones promueven los ideales de compasión, justicia y respeto por la dignidad de la vida”.
Esto es lo que se dice en el informe del Grupo de Alto Nivel de Alianza de Civilizaciones (2006).
Es decir, estamos ante una absolución apriorística, global y no fundamentada, de las religiones-de todas las religiones- en relación a cualquier acusación que pueda hacerse en relación a su papel como instrumento del terrorismo, la violencia, el genocidio o la limpieza étnica.
¿Es válida esta absolución? ¿No merecería la pena profundizar algo más y poner en cuestión, al menos provisionalmente, esta generalización tan buenista?
El único argumento que a veces se presenta para avalar lo que el informe citado indica es más bien un razonamiento a la inversa: si todas las religiones, han servido de soporte a guerras, invasiones, genocidios, etc…es evidente que el problema no ha de estar en una u otra religión, ergo (y aquí viene el salto lógico de acróbata) todas las religiones son buenas. Y para avalar a la prótasis del sofisma, se suele mencionar, cómo no, asuntos como la Inquisición católica, la opresión de los Palestinos o la limpieza étnica que ahora llevan a cabo los budistas birmanos contra los rohinja.
En realidad, no todas las religiones son iguales en relación con la violencia y su promoción. Basta hacer un pequeño análisis.
Podríamos empezar con el budismo que, en su esencia, ofrece un rotundo rechazo a la violencia. Buda enseña la noción del ahimsa, entendido como renuncia contra quien nos agrede. En el budismo, el ideal del gobernante justo es aquel que ejerce el poder sin violencia, limitándose a hacer girar la rueda de la ley.
Sin embargo, la Historia demuestra que cuando el budismo se convirte en religión de estado, no deja de incurrir en la negación del ahimsa. Ahí está el ejemplo de Ceylan y la persecución de los tamiles a cargo de los budistas (tamil significa infiel en cingalés, del mismo modo, por cierto, que kafir o cafre significa infiel o no creyente en árabe). O, desde luego, el caso de los monjes de Camboya, que históricamente han apoyado a una monarquía brutal y torturadora. O también, lo que que estamos contemplando estos días en Birmania, donde por cierto, se sigue una variedad del budismo de Estado, la theravada, particularmente extremista, caracterizada por la exaltación y divinización de Buda además de enfatizar en la idea del demonio (Mara) y el infierno, lo que suele ser una condición para el uso de la religión como herramienta de opresión.
En el cristianismo también encontramos algo similar a la ahimsa budista, pues en sus fundamentos, incluso la violencia en defensa propia está desautorizada (poner la otra mejilla). Pero, al igual que lo que ocurre con el budismo, cuando el cristianismo se convierte en religión de Estado, con la promulgación del Edicto de Tesalónica, los cristianos pasan de ser perseguidos a ser perseguidores.
A partir de Teodosio, el cristianismo oficial aceptará siempre la violencia “en defensa de Dios” (léase, en defensa del Estado). Y un ejemplo notable de esa violencia en nombre de la Cruz lo constituyen, obviamente, las Cruzadas.
Las Cruzadas son, efectivamente, el correlato cristiano de la Yihad musulmana. Pero hay diferencias. Las Cruzadas no responden estrictamente a un propósito de expansión del cristianismo sino más bien a un esfuerzo por recuperar los Santos Lugares, perdidos en 638 a manos del Islam, en unos tiempos en los que, por cierto, frente a la beligerancia islámica, el cristianismo se replegaba hacia los monasterios y el ascetismo benevolente.
Y luego tendríamos las guerras de religión en Europa, durante los siglos XVI y XVII, que se pueden ver como el ejemplo perfecto del alto potencial violento del cristianismo. Eso es indudable, pero hay que reconocer que en esos conflictos que desangraron el continente primaron más, seguramente, las luchas por el poder territorial y político (en los albores del nacionalismo) que los elementos de tipo espiritual o de fundamentalismo teológico.
Sin perjuicio de todo lo anterior, en la historia del cristianismo, los movimientos renovadores o reformadores, de vuelta a los orígenes, tienden a ser, con mayor o menor éxito, movimientos de repulsa de la violencia y del ejercicio del poder en nombre de la religión. Eso es justamente lo opuesto a lo que ocurre históricamente en el Islam, donde los impulsos reformistas o de rebeldía son impulsos de presión para el retorno a los orígenes belicistas, desde los almohades o los almorávides a los movimientos promovidos en el siglo XX por Maududi, Sayid Qutb o los Hermanos Musulmanes.
Fundamentalismo en el ámbito cristiano nos evocaría a los cátaros o a los franciscanos, por ejemplo. Pero el fundamentalismo en el ámbito islámico nos lleva a la Constitución de Medina, en la que se lee, desde las primeras líneas, que la Comunidad de los Creyentes (la Umma) está formada por quienes aceptan el pacto colectivo de aceptación del liderazgo del Profeta con la guerra como finalidad.
El Islam es, entre todas las religiones, la más inmovilista. Es un inmovilismo que  se deriva del carácter único, irrepetible e inmutable que en el Islam se otorga a la revelación del Corán. Y ese inmovilismo, conjugado con el belicismo que entra a formar parte de la identidad islámica a partir de la llegada violenta del Profeta a Medina, tras los 10 primeros años en La Meca, donde primaba una idea de tolerancia y pacifismo, produce un fundamentalismo radical y agresivo que no es un ejemplo de desviación extremista de la religión musulmana, sino más bien todo lo contrario.
En suma, la absolución general que se da a las religiones en relación con el radicalismo violento o el terrorismo, no tiene mucho fundamento. Y asumir acríticamente esa absolución no ayuda a resolver o atenuar los problemas.
Cosa distinta es que, por descontado, no tenga sentido iniciar en Occidente una persecución o proscripción del islamismo como recurso frente a la amenaza terrorista global. Podría ser peor el remedio que la enfermedad. La historia de las religiones demuestra que en la mayoría de los casos, los creyentes aumentan en fuerza y convicción cuando son perseguidos.
Pero asumir la vinculación intrínseca entre islamismo y violencia puede ser un factor más para entender un problema que acaso solo pueda resolverse actuando sobre las bases sociológicas y económicas que favorecen la emergencia de este inagotable odio que resulta, sí, por qué negarlo, impulsado e intensificado, por convicciones religiosas.


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