Joludi Blog

Feb 18
El Rodaballo.
Me cuenta Ramón, el pescadero, historias fascinantes de los rodaballos salvajes (ontológicamente distintos a los de piscifactoría o a la vil platija, según me explica…). Le escucho atento, mientras ambos disfrutamos de uno de los seis o...

El Rodaballo.

Me cuenta Ramón, el pescadero, historias fascinantes de los rodaballos salvajes (ontológicamente distintos a los de piscifactoría o a la vil platija, según me explica…). Le escucho atento, mientras ambos disfrutamos de uno de los seis o siete portentosos ejemplares que él ha traído esta misma tarde hasta Elkano, desde la lonja de Capbreton, apresuradamente, en su furgoneta, porque no había ya existencias en Guetaria. Me explica que el rodaballo, ese pescado que el Emperador Tito consideraba que era un regalo de los dioses, impropio para las mesas de los mortales (“admirabile rhombi” llama Juvenal a estos peces de perfil geométrico) es el depredador perfecto. Me explica que el rodaballo se queda camuflado e inmóvil en el arenoso fondo marino, dejando ver tan solo sus ojos siniestros de sicario (de aquí el nombre de su familia, los scophtalmideos), viéndolo todo en su quietud, justo hasta que un grupo de anchoas, su plato favorito, se acercan, y se convierten en sus víctimas, tras un movimiento velocísimo e inesperado, engulléndolas con unas fauces tan grandes y feroces como nadie podría imaginar hasta ese instante…

También me habla Ramón de los depredadores humanos, como los marinos franceses que incendiaron Guetaria en 1638 con aquellos fatales “brulotes” arrojados por los cañones desde la entrada a la bahía. Caigo en la cuenta de que aquella armada incendiaria de los galos, que a punto estuvo de hacer desaparecer la Iglesia de San Salvador, donde hace siete siglos la gente del común se rebeló, por primera vez en nuestras tierras, frente a los privilegios señoriales, venía mandada por un arzobispo díscolo y enfrentado al Papa, Henri d’Escoubleau, el mismo clérigo/militar crudelísimo que siguiendo órdenes de otro príncipe de la Iglesia, el cardenal Richelieu, asoló Santoña y Laredo en 1639. 

Finalmente, cuando ya estamos en los postres, disfrutando el prodigioso helado de queso que se inventó Pedro Arregui en un momento de divina inspiración, pasamos a comentar las noticias que se publican en los periódicos sobre los lobbys y los lobos del Vaticano, sobre los cuervos y las palomas de San Pedro. Me dice Ramón, a propósito y volviendo a su oficio, que precisamente las palomas tienen un ciclo de reproducción similar al de los rodaballos, y que un buen pescador de esta especie siempre está mirando al cielo, especialmente en estos tiempos de cuaresma, que es cuando vienen a desovar a las frías aguas de la costa atlántica francesa esos sublimes faisanes del mar, y cuando cruzan millones de palomas el cielo vasco, como las de delicadísima carne que sirve ahora, el genial Berasategui en Lasarte, rocíadas de jugo de jengibre y alcaparras…

Vuelvo a mi hotel ya bien entrada la noche, subiendo por el empedrado de la calle medieval de las Torres, justo donde tuvo dicen que tuvo su hogar quien primero dio la vuelta al mundo, antes de que la incendiasen los franceses del arzobispo Escoubleau (“gente mala, poco fiable esos gabachos, no saben nada de pescado ni tienen palabra ninguna”…dice Ramón, mostrando la fatal pervivencia de la Historia y sus emociones).

Repaso la conversación de la cena y caigo en la cuenta de que animados por el txacolí de Etxaniz, hemos hablado de muchas cosas, es verdad. Hemos conversado sobre rodaballos depredadores e implacables que esperan camuflados e inmóviles para saltar como jaguares sobre sus presas. Hemos hablado de emperadores romanos que vomitan para disfrutar mejor del manjar supremo, de clérigos belicosos al frente de incontables barcos de guerra. Hemos hablado de cuervos y palomas, de pasillos y conjuras…

Pero ya en la habitación del Saiatz y mirando desde la ventana a la pequeña y solitaria ensenada de Gaztetapa, iluminada por una incierta luna, me doy cuenta de que en realidad solo hemos hablado de una cosa. De la misma cosa. Siempre pasa igual.

Y seguidamente, con la satisfacción filosófica de encontrar la profunda unidad en la diversidad, me duermo como un niño al arrullo del mar. Y creo que sueño con rodaballos.


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